DESANUDAR EL PENSAMIENTO

Desanudar el pensamiento

Autor: Oscar Brenifier, Filósofo, formador, autor – www.brenifier.com

Artículo aparecido en la revista Diotime, n°50 (10/2011)

Traducción : Mercedes García Márquez

«Filosofar es ante todo luchar contra la fascinación que ejercen sobre nosotros ciertas formas de expresión.»

«La filosofía desanuda los nudos en nuestro pensamiento.»

Ludwig Wittgenstein

«El concepto de perro, no ladra.»

«Toda idea que en nosotros es absoluta, es decir adecuada y perfecta, es verdadera.»

«Toda afirmación es una negación.»

Baruch Spinoza

I/ El concepto, condición u obstáculo

Es fascinante ver cómo ciertos términos ejercen sobre nosotros una fascinación. Sea de manera positiva, por atracción, o negativa, por repulsión, ciertas palabras o expresiones parecen producir sobre nosotros grandes efectos o la cristalización de fenómenos psíquicos intensos. Podemos detectarlos gracias a su repetición, por recurrencia en el discurso personal, o social, el de un grupo amplio, por ejemplo un pueblo, o en el de un grupo restringido, profesional, político, cultural, familiar u otro. Operan como una especie de código, palabra clave o consigna gracias a la cual reconocemos a «uno de los nuestros». Pero estas palabras contienen también un valor mágico, o religioso: invocan, exorcizan, atraen los buenos espíritus y alejan los demonios, detentan un poder. Nos damos cuenta cuando percibimos la carga emocional que ponen tras esas palabras aquellos que las pronuncian, por mucho que parezcan articularlas con la mayor racionalidad. Términos como «amor», «éxito», «riqueza», «libertad», «felicidad», «creencia» parecen dotados de un gran poder de atracción. De una manera inversamente idéntica, ciertas palabras más bien asustan: son demasiado fuertes, «esta palabra me molesta» pueden llegar a decir ciertos espíritus delicados. La realidad que representan es demasiado cruda, demasiado embarazosa, nuestro «pudor» preferiría apartarlas, se podría decir que dan mala suerte.

Esto es así con las palabras relacionadas con la muerte, el cuerpo, la sexualidad, el dinero, pero también con palabras hechas tabú por nuestra modernidad, por ejemplo «juicio», «dualidad», «racionalidad» o «interpretación», que se encuentran, por esos giros de la fortuna, desterrados de repente de los intercambios entre gente bien pensante porque representan el mal, una especie de amenaza para la identidad colectiva o personal. El concepto de mal de ojo tiene larga vida y conoce muchos avatares. Sin embargo lo que puede ser atractivo para unos parece repulsivo para otros. Pero la fuerza es la misma, hasta el punto de que algunas palabras tanto parecen constituir una maldición como una excelente razón de ser sin la cual la vida no tiene ningún sentido ni ningún interés.

Sea como sea, si seguimos a Wittgenstein, en un sentido o en otro, se trata de sacudirse la influencia nefasta de las palabras, que anudan el pensamiento y lo rigidizan. Comprendemos ahora la violenta denuncia de Deleuze, que en su Abecedario, en la letra W, acusa al filósofo vienés de ser una «catástrofe  filosófica», de haber «metido un miedo sistemático» : «se lo cargan todo… son asesinos de la filosofía». Ya que para Deleuze «la filosofía es el arte de dar forma, inventar y fabricar conceptos»… por mucho que no sea su intención quedarse ahí. Y desde luego resulta innegable que el pensamiento se elabora alrededor de conceptos, que constituyen la armadura, o la piedra angular. Aunque al mismo tiempo, la posición crítica, tan cara a la filosofía tiende, en un movimiento dialéctico o antinómico, a producir y destruir los conceptos, simultáneamente, llevando consigo en ese proceso contradictorio a las proposiciones que generan los conceptos, las que los envuelven y les hacen tomar sentido.

Encontramos diferentes maneras o estilos por los cuales esta operación crítica se articula; crítica en el sentido doble de la importancia y de la negatividad. Puede ser la visión de Heráclito, según la cual la lucha de los opuestos constituye la realidad o la substancia del ser; el cuestionamiento socrático que rehúsa las evidencias de todo tipo y las cuestiona sin descanso hasta alcanzar lo insoportable para sus interlocutores; el método cartesiano que rechaza todo argumento de autoridad destilando la duda y buscando una manera infalible de establecer las certezas; el principio de conjetura que según Nicolás de Cusa es la única manera de concebir un enunciado por muy fundamentado que esté; las antinomias de Kant que establecen que todo enunciado se funda en condiciones de posibilidad determinadas, y por lo tanto oponibles.

Aunque nos damos cuenta de que esta dimensión crítica es intrínseca al filosofar tenemos que acordar a la dialéctica, en su aspecto sistemático, un estatus especial según Hegel. Para este filósofo, un momento crucial del pensamiento es lo que llama trabajo de « negatividad », necesario al proceso dialéctico. Una vez una tesis enunciada, se trata de acotar sus límites, sus fallas, las imperfecciones, a fin de que el pensamiento no se encastille y progrese. No se trata necesariamente de destruir la tesis en cuestión, sino de transformarla, o de relativizar su contenido, para elevar el nivel del pensamiento. Esta superación dialéctica permite una síntesis más completa, más universal.

Al mismo tiempo, no se trata aquí para nosotros de sostener una especie de «metafilosofía» consumada, como su autor lo habría deseado o pretendido. Hegel recogerá en este sentido diversas objeciones. Nietzsche, que preconiza una filosofía de la ligereza, le criticó su aspecto laborioso y académico, pesado. Asimismo utiliza el concepto hegeliano de «mala conciencia » para volverlo contra su autor: hace del trabajo de negatividad sospechoso de beber en una dimensión patológica del espíritu humano, de ser una filosofía mórbida y nihilista, más una fuerza reactiva que filosofía de vida. La dialéctica sería entonces una ideología del resentimiento, ligada a la filosofía idealista, esa preconizadora de un «trasmundo» que serviría de excusa para un rechazo de lo real.

Siendo Nietzsche un filósofo de la afirmación, sin embargo  propone la práctica de la transvaloración, que consiste en dar la vuelta al valor de los valores, y en esa inversión él entrevé la abolición del nihilismo, la promesa de una vida nueva y el advenimiento del superhombre. Schelling, feroz enemigo de Hegel, denunció el deseo de omnipotencia y la pretensión de absoluto que animaba a éste.

II/ El golpe de fuerza del concepto

Pero volvamos al concepto en sí mismo. Encontramos en Spinoza otra manera de ver el problema. Una idea adecuada, o verdadera, debe antes de nada determinarse en una relación consigo misma y no con respecto a un objeto exterior. En ese sentido deber ser clara, distinta y determinada, es decir excluyente. Siendo así  será única, puesto que no podría haber nada más que una idea verdadera para una realidad dada. Otra consecuencia: estaría dotada de fecundidad, podría engendrar y encadenarse con otras ideas adecuadas, podría por ejemplo ser referida adecuadamente a sus implicaciones y sus efectos. Una idea verdadera es pues una idea clara y distinta, nos dice. Y bien entendido, las ideas más verdaderas son las más simples, ya que al no sobresalir de los límites del concepto al que pertenecen, no pueden ser falsas. La idea es una síntesis intelectual que se enuncia a través de una definición. Su fecundidad reposa sobre las consecuencias implícitas e implicadas, contenidas en la proposición inicial, lo que permite en consecuencia plantear cierto número de juicios y de leyes generales, por un encadenamiento de verdades racionales.

Pero la palabra no es la cosa, nos recuerda Spinoza. El concepto de perro no ladra, el concepto de fuego no quema, podemos incluso decir que el concepto de perro o de fuego no existen. El concepto es una abstracción. Y partiendo de una realidad física, retiramos –abstraemos- toda la realidad material y particular para no retener nada más que ciertas características generales consideradas esenciales para definir el objeto de pensamiento en cuestión. Esta generalización puede legítimamente tacharse de operación reductora, en la medida en que se efectúa una disolución de la materialidad y de la singularidad, véase de la experiencia de la cosa en cuestión. Para compensar, permite pensar eficazmente, sin sobrecargarse con detalles secundarios, y comunicarse con los otros de manera más simple, evitando enunciados complejos: puedo decir «automóvil» en lugar de «vehiculo equipado con ruedas y motor a propulsión destinado al transporte». Podemos también evitar las listas interminables: puedo decir «los seres humanos» en lugar de decir «Pedro, Pablo, María, etc.»

El concepto es potente: está dotado de un rigor frío y económico. A través de la operación del acto de abstracción, selecciona, zanja y diseca. Toma la opción radical de lo racional, es decir de la disyunción: por un lado en la separación de los objetos del pensamiento entre ellos, pero también en la distinción entre el sujeto y el objeto, lo que podemos nombrar el paradigma cartesiano, tan desprestigiado hoy en día. De esta manera, el hombre se mantiene a distancia del mundo, aunque el concepto, a través de su operatividad le permite actuar sobre ese mundo. Ciertamente, se puede acusar al hombre de construir e inventar un mundo abstracto e irreal a través del lenguaje, un mundo en el que termina por creer, un mundo en el que se adjudica una autonomía y una potencia a la vez real y fantasmática, en el que se mezclan potencia e imaginación.

Conceptualizar es realizar un golpe de fuerza. Es decidir, más o menos arbitrariamente, determinar el orden del mundo, es arrancar a lo real nociones que nos parece que atrapan la esencia, juntar y coleccionar innombrables multiplicidades bajo formas únicas, empezando por la totalidad del universo mismo, pretendidamente capturado bajo la realidad de este simple nombre que nos parece una verdad indudable : «universo». Y porqué no, en la medida en que seamos conscientes de que los resultados de  ese ejercicio de poder quedan a nivel de conjeturas, y que nos permiten llevar a cabo diversas operaciones psicológicas o prácticas. Porque no hay que olvidar, como lo vemos con los conceptos físicos por ejemplo, que estas emanaciones del espíritu humano le permiten en todo caso remodelar el mundo que le rodea, actuar sobre él, haciendo de nuestra especie la única que puede hacer tal impacto en su entorno, hasta la desnaturalización o la destrucción misma. Dueño y señor de la naturaleza, nos dice Descartes, consecuencia lógica del poder atribuido al concepto, ese modelo científico del pensamiento. Ciertamente, como toda operación particular, movida por una voluntad específica del pensamiento, el acto de conceptualización, incluyendo lo que conlleva, implica un cierto reduccionismo, puesto que se trata de hacer elecciones. Y como en toda elección se trata al mismo tiempo de darse completamente, abandonarse, y sin embargo de mantenerse capaz de ver los límites, es decir de estar a la vez dentro y fuera: hay que juzgar y suspender el juicio, al mismo tiempo.

Esta doble perspectiva presenta una dificultad cognitiva a la vez que psicológica. Perspectiva cognitiva, porque se trata de pensar a través de dos perspectivas paralelas, la una reducida y comprometida, la otra amplia y relativizante. Perspectiva psicológica, ya que los modos emocionales de una y otra dimensión están muy lejos de coincidir: el juicio, la decisión, como la acción, implica una certeza, un modo u otro de inmediatez, mientras que la suspensión de este juicio implica diferir, distanciarse, poner tierra por medio y no preocuparse de obligaciones o consecuencias.

III/ El concepto como práctica

Conceptualizar es trabajar las palabras, acotándoles, ajustándolas. Hay diferentes modos de concebir el trabajo de conceptualización. Se trata de inventar términos, sea acordando a palabras ya existentes un sentido nuevo, sea fabricando neologismos, en general con el fin de responder a un problema o con el fin de identificar un objeto, un ser o un fenómeno. Se trata también de definir los términos, actividad que les es tan cara a los profesores de filosofía, hasta el punto de considerarla el preámbulo indispensable y sagrado al trabajo filosófico. De todos modos, podemos considerar que existen varias maneras de definir: enunciar una definición, dar sinónimos, ofrecer ejemplos o simplemente mostrar señalando con el dedo; cada uno de estos «subterfugios» poseen ventajas e inconvenientes. Conceptualizar es también identificar las palabras clave, aquellas que estructuran un discurso o una idea, aquellas que tocan lo esencial de la tesis sostenida, en la medida en que le pertenecen explícitamente; o aquellas que habría que buscar, las palabras-clave que habría que convocar en la medida en que todavía no han sido pronunciadas, conceptualización ésta que permitiría clarificar el sentido del discurso o de la idea. Se trata, así mismo, de utilizar los conceptos evocados, hacerlos funcionar en el seno de una proposición, producir una puesta en escena que los clarifica y les da sentido a través del establecimiento de un contexto.

Pero quedémonos un instante en la posición de Wittgenstein, que critica la idea de definición, prefiriendo a ésta el principio de lo que él llama establecer «un aire de familia», es decir trabajar los términos a través de utilizaciones múltiples que puedan dar cuenta del concepto en cuestión de manera adecuada. Posición que podríamos calificar de anti-esencialista, contrariamente a lo que ocurre con la definición, que estaría buscando perfilar la esencia de las cosas. Según Wittgenstein, las definiciones en cualquier caso remiten sin cesar a otras definiciones, puesto que hay que explicar las palabras que explican, en una especie de regreso al infinito que no añade nada a la comprensión y que además nos dejaría creer en una ilusoria « esencia » de las palabras, cuando las palabras encuentran su sentido únicamente en el proceso lingüístico a través de una utilización polisémica y cambiante. Pasa lo mismo con la definición ostensiva, que sirve para dar sentido a un término mostrando el objeto que le corresponde, porque muchas palabras escapan a esta designación empírica. Además utilizando la palabra más que definiéndola, hacemos visible y comprensible el vínculo entre el lenguaje y la cotidianeidad del ser humano: una palabra está necesariamente trabada en un proceso, en un contexto, sea cual sea la naturaleza de ese proceso o ese contexto. Lo que Wittgenstein llama los «juegos de lenguaje».

Los «juegos de lenguaje» son las formas específicas de entrenamiento en la palabra por las cuales un niño empieza a utilizar las palabras. Se trata por ejemplo : de aprender a «dar órdenes y obedecer, plantear preguntas y responderlas; describir una experiencia inmediata; hacer conjeturas sobre sucesos del mundo físico; hacer hipótesis o teorías científicas; saludar a la gente…» A través de esta práctica, el niño aprende a reconocer los «aires de familia», va afinando la comprensión así como el dominio de las palabras y de las expresiones. Estos juegos de lenguaje pueden ser naturales o fabricados, a guisa de experiencia, con el fin de elaborar y evaluar ideas. Esta práctica tiene su origen en el principio de «experiencia de pensamiento» tal como Galileo la enunció como método de búsqueda científica. No se trata de afirmar una verdad cualquiera, sino de emitir una hipótesis de trabajo frente a un problema, y después encontrar y formular alguna objeción para poner a prueba la hipótesis y así evaluar el resultado. Esquema científico calcado de la dialéctica filosófica. La única diferencia estaría en preguntarse si se trata únicamente de sancionar la hipótesis, o bien de enriquecerla. ¿Participa la objeción de la elaboración? como en el proceso dialéctico, o ¿No es más que una puesta a prueba, una verificación?

En el sentido restrictivo de una experiencia «artificial», los juegos de lenguaje ponen en escena el uso determinado de una o más palabras, que servirán de modelos, ya que iniciarán al lector al «método» del «juego de lenguaje» haciéndole descubrir los retos del lenguaje. En estos ejercicios se revela el funcionamiento de la lengua, que es el del pensamiento. A través de todo esto, se trata también de clarificar lo que decimos, aquello de lo que hablamos y, clarificando los problemas, mostrar como nos encerramos en nuestro propio discurso. Todo ello para intentar no atascarnos en esos callejones sin salida de los que hacemos nuestro infierno personal. En este sentido, se puede hablar de una terapia del lenguaje, o de una terapia por el lenguaje, cuando nos hacemos conscientes de nuestra rigideces y nuestras confusiones.

La comparación con el juego, que para Wittgenstein es el paradigma por excelencia del lenguaje, nos introduce en una visión performativa del lenguaje, en el que se trata de ejercer, y no de teorizar o de justificar. Las acciones a las que nos invita son como las que se dan al interior de un juego, y que no tienen más sentido que ahí, donde se dan, sin que se le pueda encontrar ningún valor ontológico, antropológico o cualquier otro absoluto. Los evaluamos en relación con  un contexto, en relación a una situación concreta, y con respecto a un problema específico dado. Y es en ese marco determinado que las palabras toman su verdadero sentido, coyuntural y conjetural. Aprendemos a hablar como aprendemos un deporte, a través de gestos específicos y el arte de realizarlos.

IV/ La verdad como claridad

Desde este punto de vista, el enemigo es la teoría, los esquemas establecidos, los conceptos predeterminados y fijados. «Lo que me digan que tenga que ver con la teoría, diré: no, no, eso no me interesa. Incluso si la teoría es verdadera, no me interesa, no sería jamás aquello que busco». Es el «qué» lo que le interesa a Wittgenstein y no el «porqué». «No hago otra cosa que llamar la atención del otro sobre lo que hace en realidad y yo me abstengo de toda afirmación». Se trata de describir, y para ello hay que observar más que explicar o justificar, buscar las causas como es costumbre, en particular en el mundo intelectual. «…jamás constituiría nuestro trabajo el reducir lo que sea a lo que sea, o explicar lo que sea. La filosofía es realmente puramente descriptiva.» Y aquí él adopta una postura muy radical: «Quiero decir aquí que la explicación es devastadora en filosofía, como en el tratamiento terapéutico, en la medida en que crea nuevos problemas, añadidos a los que pretende resolver».

Igual que para Spinoza, lo hemos visto, en un contexto diferente, se trata pues de clarificar. Si hay una verdad, se da en la producción de una percepción clara que se articula y ofrece su veracidad. La diferencia se encuentra entre el racionalismo de uno y el empirismo del otro. Ya que para Spinoza la razón debe obrar para clarificar una idea o un concepto, y descubrir su esencia, y para Wittgenstein, se trata de aprender a ver, y de reconocer las similitudes, sin más. ¡Chocante posición para aquellos que buscan la profundidad filosófica! Para el filósofo austriaco, todo esta ahí, delante de nosotros: lo que tenemos bajo la mirada es lo más difícil de ver y sin embargo es lo más portador de sentido, lo más real, burlándose del mito de la interioridad, de lo «en el fondo». Se trata de plantear bien el problema, no para resolverlo, sino para hacerlo desaparecer, para disolverlo, forma más real de resolución del problema. No es lo verdadero y lo falso lo que nos interesa, sino lo inteligible y lo confuso. Porque proyectamos tan bien la confusión de nuestro lenguaje y de nuestro pensamiento sobre el mundo, un mundo que por ello calificaremos de complejo.

Es en este sentido que el concepto metafórico de nudo muestra su interés. Se trata de restablecer la fluidez del pensamiento, porque el nudo, anudando, aprieta e impide la respiración natural de las cosas: el nudo estrangula. Enreda lo que debería estar desenredado, y nos perdemos, como en esa maraña de hilo de pescar en el que ya no reconocemos el principio o el final. El nudo se engancha, no se deshace así como así. Desgraciadamente el nudo también decora, o creemos que decora, igual que el lazo supuestamente embellece el paquete de regalo haciéndolo aún más atractivo. Por esto mismo llegamos a producir el «nudo» en el pensamiento, ofrecido y entretenido en nombre de una cierta estética de nuestra existencia o nuestro pensamiento que sin ella serían demasiado planas.

Adoramos fabricarnos problemas, para contarlos mejor, para contárselos mejor a uno mismo, para tener mejor la impresión de ser especial y de sobreexistir. El nudo se convierte entonces en el punto crucial de todo el asunto, aquello hacia lo que todo tiende, en particular la incomprensión y el misterio, la imposibilidad y el dolor; al mismo tiempo razones que impiden la disolución del nudo : cuando se ha convertido en «inquietud» y «razón de vivir». El nudo es también una convergencia: tenemos la impresión de estar menos solos. Aunque si se le mira más de cerca vemos que se trata de repetición obsesiva de lo mismo que se repliega sobre sí y se entrecruza ella misma. Impresión de pleno que no es sino confusión. El nudo de la cuestión, es el corazón, el núcleo, la parte más resistente y más insoluble de la cuestión. El nudo de la intriga, es la parte más complicada, la más irreductible, la más dramática de la intriga. El nudo es el punto neurálgico, el lugar de convergencia, allí donde varias cosas se entremezclan, que puede que no tengan, o seguro que no tienen, nada que ver juntas pero que se encuentran de repente artificialmente e indisolublemente ligadas. ¡Qué arte magnífico el de producir confusión!

El nudo es allí donde el tronco se espesa y se endurece, allí donde resiste a la sierra o al hacha: es la dimensión de nuestra existencia que parece más resistente a toda disolución, es pues ahí donde parece residir nuestra razón de ser. ¡Cómo no mantenerlo! El nudo es la inflamación, el saliente, la parte visible, algunos lo llaman nuestra personalidad, nuestro carácter, lo que es visible y por tanto nos hacer ser, a los ojos de los otros y de los nuestros. El nudo, es el amasijo de células que tienen una función bien definida, una agenda específica, que las distingue del resto del organismo, y ese nudo puede modificar el desarrollo de todo el organismo que lo aloja, véase convertirse en su centro neurálgico. Lo mismo ocurre con esos nudos del espíritu, funcionamiento específico u obsesión particular entorno a la cual parece constituirse o deformarse la totalidad de nuestro pensamiento o nuestro ser. El nudo, es la articulación, aquello sobre lo que todo gravita, lo que se torna en centro de gravedad de nuestra existencia, lo que resulta más grave y serio, por la buena razón de que nosotros le acordamos la gravedad y la seriedad, aunque en realidad ese nudo vuelve pesada nuestra existencia, la obstaculiza. El nudo, es la atadura, el lazo, el encadenamiento, el lugar intenso y compacto que impide toda liberación, todo abandono, toda distancia. El nudo es una sensación de estrangulamiento, una emoción que ahoga, la asfixia del ser. Por eso desanudar constituye una perspectiva temible a la que tendemos a resistirnos a toda costa.

V/  Desanudar o atajar

El nudo constituye el objeto de un mito célebre que se remonta a la antigüedad griega. Según la leyenda, el timón del carro del rey Midas estaba atado por el famoso «nudo gordiano» para el que una profecía anunciaba que el que consiguiera desanudarlo sería el dueño y señor de Asia. Y Alejandro El Grande fue el que hizo la hazaña: no encontró la extremidad del cabo para deshacer el nudo e, impaciente, sin duda porque tenía mucho por delante para conquistar el mundo, lo cortó de un tajo con su espada. Los héroes son justamente aquellos que osan pensar y osan actuar, sin aceptar los datos del problema tal y como se presentan. No respetan el enunciado, y no lo hacen porque el problema en cierto modo no es para ellos un problema, pueden emerger del contexto y volver a poner en perspectiva el problema, repensarlo para clarificar los desafíos. Alejandro rehusó respetar el nudo y lo cortó, sin más procedimiento, demostrando así su poder y por ello la legitimidad de convertirse en dueño y señor de Asia.

Deshacer el nudo es rechazar las apariencias y desmontarlas: desanudar, es deconstruir. Es al mismo tiempo un problema estético, práctico, psicológico, metafísico, moral y existencial. El nudo toca a la totalidad del ser, constituye su substancia arbitraria. El nudo es a la vez el ser y la apariencia, está dotado de una naturaleza polimorfa.

Naturaleza estética del nudo: Se trata de la imagen que producimos de las cosas, la combinación que nos hace atractivos a nosotros mismos y a los otros. La realidad se hace aceptable reformulando, mezclando, combinando hasta que el buqué acaricia nuestro paladar. Pero todo esto sucede ignorando un principio crucial: no se puede jugar impunemente con la realidad del mundo, ésta nos alcanza siempre, fiel y cruel.

Naturaleza práctica del nudo: porque el nudo, fabricándonos una identidad, nos adapta al mundo, a sus códigos, a sus horcas caudinas, a sus criterios de éxito o fracaso. Pero es a costa de una alienación, de una corrupción, de una incesante comedia.

Naturaleza psicológica del nudo: porque terminamos creyendo en él, mal que nos pese, cargándonos con un resentimiento garantizado.

Naturaleza metafísica del nudo: porque le acordamos un valor ontológico cierto, derivamos de él la esencia de nuestro ser y la de la realidad del mundo, condenándonos a clavarnos a nosotros mismos sobre certezas fundantes e inamovibles.

Naturaleza moral del nudo: porque si elegimos ese nudo a fin de sentirnos mejor, es al precio de una culpa, la de la mentira y la de la mala conciencia.

Naturaleza existencial del nudo: ya que pretendemos con ello construir una identidad, elaborar un proyecto, arriesgándonos a que en cualquier momento descubramos la falsedad, por uno mismo o por la mirada del otro, lo cual nos hace la vida imposible.

A fin de cuentas, el embrollo del nudo constituye esta trama confusa que guía nuestras preocupaciones y nos actos cotidianos.

El nudo sostiene, el moño o los zapatos. Unas veces es más bien un adorno otras es más bien de orden práctico, a veces es las dos cosas. A veces se sostiene a sí mismo, no es nada más que su propio fin; a veces sostiene algo, o todo un conjunto de cosas: en este caso reposa en él un singular andamiaje, impresionante por su desequilibrio y su precariedad. Cuando tiene una función estética, el nudo sirve a no mostrar, mostrando algo bien visible, como el árbol inmenso que esconde el bosque. El lazo decora: no es nada para el regalo, no hace parte de la ofrenda, y sin embargo sin él el regalo ya no es un regalo, sino un simple objeto que se da, un objeto de naturaleza casi utilitaria. Un regalo que no se ha convertido en algo atractivo ya no es un regalo. Curiosamente, aunque el lazo no es el regalo, el lazo es el regalo, en este imperio de las apariencias, de los signos y de los símbolos en el que evolucionamos.

Para funcionar, para que se mantenga, el nudo tiene que estar apretado. Y por ello es difícil deshacerlo. Salvo para las personas habilidosas que saben hacer nudos que se pueden deshacer de un simple gesto; estos son unos artistas, verdaderos comediantes: tienen también su propia tragedia, su propia espada de Damocles, puesto que anudan sin anudar. Para los otros, los nudos deben ser vigilados permanentemente: a veces se aprietan más fuerte con la utilización, a veces se sueltan con el tiempo. Cuando se aprietan, se hace muy difícil desanudarlos. Las uñas no pueden, los dientes tampoco, entonce abandonamos, lo dejamos, o lo cortamos, tan denso y espeso como está. Los nudos tienen su propia vida, su propia naturaleza y su propia susceptibilidad. Para deshacerlos, hay que tomarlos con delicadeza, otras veces tirar con un golpe seco. Cortarlo no es siempre apropiado, cuando el nudo es vital, como creemos que a menudo lo es. Es necesario no querer nada, no esperar nada, y ser paciente: se trata de jugar tranquilamente con el nudo, como si nada, para que vaya ablandando y se deshaga su apretura. Los nudos hacen de su dueño alguien febril, porque instauran una dependencia, una frustración: nos dan ganas de arrancarlos, pero no podemos o no queremos: las consecuencias son demasiado dolorosas. Como en los dramas, parece que los nudos esperan siempre su desenlace, aunque este no llegue nunca, o tarde singularmente. ¿Qué esconde este nudo, algo, o nada? Es útil, decora o es pura falsedad…. está ahí porque está. Nos enganchamos a los nudos de nuestra alma, como si se tratara de nuestra alma misma. Saco de nudos, podríamos decir. El alma, entonces, no es más que nudo, más que nudos: un conjunto de nudos bien soldados no es más que un solo nudo; no se distingue el continente del contenido. No hay más que nudo y nudos, tanto que ya no hay nudo o nudos, no se distingue el singular del plural, como si el nudo no fuese más que una materia bruta, incoativo e indistinto. La materia anudada.

VI/ El nudo y el vínculo

Dejemos de tramar lo metafórico, que no deja de ser eso, metáfora, y volvamos de pleno al nudo psíquico. Podríamos llegar a creer que no hay nada que buscar detrás del nudo que nos es presentado. Pero nos damos cuenta de que un nudo lleva a otro. Sabemos que nuestros nudos, por muy apretados que estén, por muy vueltos a apretar que estén, son siempre frágiles, que no están ahí nada más que para compensar la fragilidad del ser, para proteger su susceptibilidad. El ser siempre está amenazado por la nada, alrededor del ser, en su seno, ronda el no-ser, que le fascina y le atrae, a la vez que lo rechaza. Todo está contenido en el nudo: los elementos constitutivos del pensamiento, los conceptos, los predicados, los vínculos conceptuales, las axiologías: todo está ahí, el ser está ahí, pero de manera confusa, caótica, indistinta y compacta: Se parece hasta el calco al no-ser. Ningún intervalo de respiración está autorizado, no hay espacio para la alteridad, para la respiración, para el ritmo. En lo absoluto, bastaría con reagenciar, recomponer, reorganizar. Emergería un nuevo sentido, o habría que decir que es entonces cuando emerge el sentido: aparecería un contexto, posibilidades, universalidad, abertura, distinción y vínculo. Paradoja extraña, el nudo no autoriza el vínculo: es demasiado rígido, demasiado posesivo, demasiado tenso para que teja algo claro. Ni trama, ni cadena, ni puntos; ninguno de los elementos necesarios para tejer resulta autorizado: es el reino del caos protector. Se trataría entonces, para el pensamiento, para la conciencia, de clarificar, de formular, de utilizar, de jugar, a fin de reconocer, a fin de articular. Son los juegos de lenguaje según Wittgenstein. Se podría también decir que es la dialéctica según Hegel o que es el pensamiento claro de Descartes, Spinoza o Leibniz. Porque es en la conciencia en donde nos aparece el mundo, como lo piensa Kant, y esta conciencia necesita deshacer los nudos para ubicarse. Se trata de tejer, nos dice Platón, para quien este arte antiguo es la metáfora por excelencia del pensamiento.

De este modo, desanudando las palabras, por medio de las preguntas como Sócrates, por los juegos de lenguajes como Wittgenstein,  o por la descomposición como Descartes, los problemas desaparecerían: se disolverían o se impondría una solución que fuera de suyo. Algunos vínculos establecidos, o restablecidos, conducirían a los problemas a su justa medida: la del no-problema. Pero para que así sea, habría todavía que aceptar los nuevos datos que surjan, las relaciones extrañas que emerjan, los cambios de paradigma que se impongan, las ampliaciones o restricciones que nos molesten. A esto también se le puede llamar el principio de vida, de razón, o de necesidad. Todo se hace visible, se vuelve negociable: la sintaxis, la gramática, la morfología, la lógica son convocadas y puestas en juego. Por supuesto, las opiniones, las emociones, los postulados y toda otra forma de certeza son puestas sobre la mesa. En este trabajo arqueológico, o trabajo anagógico, retomamos el hilo, desmontamos la arquitectura, para reconstruir el pensamiento y abandonar los residuos. Pero para dejar lugar al sentido, no hay que tener miedo del absurdo.

Para ello podemos incluir en este desarrollo la manera en que Montaigne aborda el problema del nudo. Para este autor, hay que saber desanudar las falsas razones, reclamar pruebas y razones que no pueden ser desanudadas, y saber zanjar poniendo fin a las inextricables y vanas discusiones. Su andadura consiste en mostrar los nudos primarios, las hebras y las extremidades elementales de la experiencia, cortando por lo sano las vanas y verbosas raciocinaciones. Su andadura consiste en «buscar el nudo del debate», «el nudo de la causa», desanudando aquello que no tenga sentido. Habría pues nudos verdaderos, que anudan legítimamente, y falsos nudos, que merecen ser desanudados. Es así como otorga un estatuto ontológico al nudo, que según su legitimidad pertenecería al ser o al no-ser.

En lo que acabamos de ver, debemos concluir que la filosofía hace una labor terapéutica. Término éste que encontraremos explícitamente al menos en Platón y en Wittgenstein, e implícitamente en los otros autores citados. Fascinación, confusión, ceguera, dogmatismo, emotividad, pasividad, son algunas de las patologías denunciadas por los filósofos, esos practicantes del alma, del espíritu, o del cuerpo pensante. Se trata aquí más de la enfermedad que de la sabiduría o el conocimiento. Y frente a estas enfermedades universales y comunes, o esta única enfermedad polimorfa «humana, demasiado humana» que diría Nietzsche, es claro que estamos hablando de la razón, esta razón que parece ser la llave, aunque esta misma facultad se articula bajo formas diferentes o toma nombres diferentes, por razones históricas, por razones de connotación, tan caras a los filósofos que insisten en desmarcarse del vecino. Patología de singularización, que parece ser la patología filosófica por excelencia, el deseo de ser especial, de ser original, véase inaudito o incomprensible. Este deseo está muy presente, se les impone a estos «seres pensantes» aunque también encontramos que algunos lo critican. Porque estos grandes espíritus parecen encontrar en el seno de la persecución desenfrenada de una particularización  su sentido y  su esencia, aún cuando se burlan abiertamente del sentido, de la esencia y de la particularidad. Nudo filosófico, podríamos decir a guisa de conclusión.

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