ACTITUDES Y COMPETENCIAS FILOSÓFICAS BÁSICAS

FRAGMENTO DEL LIBRO “EL ARTE DE LA PRÁCTICA FILOSÓFICA” DE OSCAR BRENIFIER

Capítulo 2 – Las actitudes filosóficas

Capítulos 3, 4 y 5 – Las competencias filosóficas: profundizar, conceptualizar, problematizar

CAPÍTULO 2 – LAS ACTITUDES FILOSÓFICAS

Adentrémonos en este tercer sentido del filosofar, más desarrollado, en el que abordaremos más específicamente lo que llamamos la dimensión «práctica» del filosofar.

1. Pensar en el vacío

La actitud filosófica es una forma de ser que se puede considerar como condición del filosofar, el estado de ánimo que hace posible su ejercicio. Hay algunas actitudes que son generalmente aceptadas, pero no vamos a pretender que sean universales. La historia de la filosofía está repleta de individuos que tienen el extraño placer de cuestionar el menor punto de acuerdo logrado hasta el momento, con el fin de marcar para siempre esa armonía o ese consenso con la seña de identidad de su individualidad distintiva. Tales cualidades generales serían, por ejemplo, el deseo de saber, que presupone la conciencia de cierta ignorancia, y de ahí el deseo de ver progresar ese conocimiento. La duda, aunque a veces ésta se articula de forma extraña en el seno de un dogmatismo persistente; es el caso cuando impide tomar el riesgo de realizar una afirmación por muy provisional que ésta sea. La filosofía zen la califica de «veneno», por ese efecto paralizante de la acción y la toma de decisiones. La suspensión del juicio, que permite examinar un problema con una mente relativamente abierta. Algo que con demasiada frecuencia se limita a la consideración de hipótesis contrarias con el fin de comprenderlas mientras en la recámara se guarda el pleno convencimiento sobre las propias, en este caso, sería más apropiado utilizar el término de problematización, es decir, la capacidad de considerar los problemas planteados por ideas particulares y divergentes, ya que ésta no excluye la toma de partido. Pero veremos esto en las competencias, aunque también atañe a una actitud. El asombro parece ser otra actitud aceptada por la mayoría. Permite mirar con ojos nuevos o sorprendidos lo que aparece ante los demás como la banalidad de lo cotidiano, por lo que resulta invisible. Pues si la observación y el análisis parecen ser esenciales para filosofar, son habilidades que se adquirirán como resultado de una actitud, que se podría llamar disponibilidad, o atención, fuente de asombro. En efecto, el hecho de discriminar presupone un aumento de la atención allí donde los hechos ordinarios se vuelven asombrosos porque no se dan por sabidos.  Ocurre lo mismo con el cuestionamiento, que antes de ser una competencia conceptual o analítica presupone poner en cuestión el mundo del conocimiento y del sujeto pensante, donde ya nada es obvio. Es una especie de regreso a la niñez, donde no hay nada dado, donde el por qué y el cómo se exigen para todo: la mente opera en el vacío y no en la saturación. Sócrates nos recomienda desaprender para poder pensar.

2. Actitudes opuestas

Una vez presentadas las actitudes filosóficas generalmente aceptadas, mencionemos algunas actitudes peculiares, más polémicas, pero suficientemente corrientes o llamativas como para tenerlas en cuenta. Aunque sólo sea porque plantean un problema interesante que promete. La primera es la dimensión agonística de filosofar, que se nutre de la contradicción e incita a la confrontación. Si bien está presente muy temprano en Grecia, con Heráclito o Sócrates, se deja de lado entre los estoicos, así como en una tradición que podríamos denominar científica y que caracteriza, por ejemplo, el pragmatismo americano. Dado que ya no es tanto la confrontación entre hombres y entre principios lo que constituye el factor de avance del pensamiento. Entre los estoicos, se trata más de la capacidad de aceptar el mundo. Y eso se convierte, de alguna manera, en la capacidad de actuar sobre sí mismo por el hecho mismo de la aprehensión o comprensión de lo real. Se trata de «actuar sobre sí» en lugar de «combatir». En el pragmatismo americano, como en el proceso científico, lo importante es la colaboración y el trabajo colectivo. Ésta se podría llamar una visión «complementarista» de la diversidad basada en una cierta simpatía. Sin embargo, un pensador como Marx, inspirándose en Hegel,  combinará la capacidad de entender el mundo, la conciencia, con la confrontación de este mundo consigo mismo. Aquí la dimensión agonística encuentra su articulación y su significado en la realización dialéctica de este mundo a través del hombre, un hombre históricamente moldeado por estos conflictos. Aceptación del mundo y conflicto serán dos actitudes filosóficas fundamentales, tan cruciales como, a menudo, opuestas; así lo especificó Descartes.

Lo mismo ocurre con el «distanciamiento«, establecido por algunos filósofos como condición crucial del filosofar. La reducción fenomenológica es un ejemplo de ello; requiere ir más allá de lo puramente fáctico para entender las cuestiones generales y conceptuales de las cuales el hecho no es más que el síntoma, principio éste que remite a una antigua tradición para la que el filosofar, en su intento de entender lo esencial y lo categorial, se distancia de lo individual o de lo accidental. Pero, una vez más, corrientes como el nominalismo, el cinismo, el positivismo o el existencialismo recusan esa actitud que otorga a los conceptos o a los universales una realidad demasiado grande y artificial, para poder anclar más específicamente al sujeto en una realidad concreta o material.

Una última oposición de actitudes que creemos que se debe mencionar se encuentra alrededor del humanismo. En el humanismo, la preocupación por el hombre y la empatía por el ser pensante -único  en tener acceso a la razón o al filosofar- parece evidente, hasta el punto de ensalzar lo humano desmarcándolo claramente de todo lo existente, sobre todo con respecto al mundo animal. Sin embargo esta actitud no es totalmente generalizable. Las filosofías de la sospecha, entre otras, han querido mostrar hasta qué punto ese poder particular del hombre es causa y principio de su fracaso, hasta el punto de convertirlo en un ser odioso entre todos, como lo presenta Schopenhauer. Aunque Pascal o Agustín también invocan esa debilidad humana, es para dar testimonio de su gloriosa especificidad. La relación con lo divino a menudo distorsionará los datos sobre este punto, porque el hombre será, a la vez, el único ser capaz de Dios, sujeto a la gracia, y por esa misma razón, falible y perverso en su negación reiterada del bien. En otro registro, Arendt nos mostrará el potencial para el mal que los seres humanos tienen en su banalidad cotidiana.

3. Radicalidad

Concluyamos que una actitud común al filosofar es una cierta postura radical. Pues incluso cuando afirma estar muy apegado a lo singular, el filósofo tiende a anclarse en una determinada cosmovisión, desde  la que leerá y decodificará los hechos, acontecimientos, cosas y seres, buscando en ello una cierta coherencia, incluso una justificación de sus opciones generales a priori. Siempre estará dispuesto a perseguir y denunciar la incoherencia de los demás, aunque, como Montaigne, habrá intentado desarrollar un cierto eclecticismo concebido como una alternativa al dogmatismo y al espíritu sistemático. O como Nietzsche, que critica la pesadez filosófica y que, sin embargo, mientras desarrolla una teoría de la gaya ciencia, no dejará de abogar por una tesis fuertemente definida, muy exigente y cargada de consecuencias. Esta postura radical, sin embargo, a veces pretende mantener una posición de término medio, concebida como un ideal de sabiduría. Así, en Aristóteles, la virtud se encuentra teóricamente entre dos excesos: por ejemplo en el caso del prudente se sitúa a una distancia igual entre los temerarios y los temerosos. En Kant, la posición crítica, haciéndose eco de la duda cartesiana, también intenta situar la actitud justa en un «ni ni», entre el dogmatismo y el escepticismo: ni aceptación ingenua, simplona y rígida, ni rechazo sistemático, desconfiado y temeroso. La perspectiva crítica emana de una desconfianza universal con respecto a los juicios a priori, pero invita a detenerse en el fundamento y las condiciones de su posibilidad. En todo caso, podemos preguntarnos, con respecto tanto a Descartes como a Kant, si el rechazo del argumento de autoridad no dio paso a una especie de poder desenfrenado de la razón singular, con nuevas evidencias, más complejas tal vez, o tal vez más legítimas, que si bien emanaban de la mente del individuo, y proclamaban orgullosamente la autonomía de la razón singular y del individuo, quizás cayeron en otras formas más sutiles o modernas de dogmatismo. Es el dogmatismo personal contra el dogmatismo de la tradición. Hasta llegar a la postmodernidad, que intenta reducir a acto pecaminoso toda adhesión a lo racional y a la universalidad.

4. La ignorancia adquirida

Entre todas estas actitudes específicas, caras a diferentes pensadores o corrientes de pensamiento, hay unas cuantas sobre las que nos gustaría detenernos porque nos parecen especialmente interesantes.  A la primera la podríamos llamar ignorancia adquirida, humildad o sobriedad. Como ya hemos mencionado, el término “filosofía” nace de la constatación de una carencia y del deseo de llenar esa falta. Sin embargo, a través de la historia del pensamiento, un fenómeno se ha ido instaurando gradualmente, atribuible al éxito de la ciencia: la certeza y el dogmatismo vinculados al espíritu de sistema y su corte de verdades establecidas. Desde siempre ha habido empedernidos filósofos que no han dudado en afirmar un número de verdades no negociables, según ellos no problematizables. Especialmente en estos dos últimos siglos de «filosofía profesoral». Porque ya no se trata de una sabiduría cuya búsqueda es abierta o infinita, sino de la eficacia de un pensamiento o un axiología, tanto en el plano del conocimiento como en el plano de la moral. Ciertamente cualquier pensamiento, por muy interrogativo y poco asertórico que éste sea, ostenta necesariamente algunas afirmaciones que le sirven de postulado. Pero no es menos cierto que en el plano de la actitud, el de la relación con las ideas, ciertos esquemas específicos inducen de manera más natural un sentimiento de indudable certeza, especialmente cuando se trata de elaborar un sistema, mientras que otros abogan por un estado de incertidumbre sistemático cuyas implicaciones serán importantes.

Tomemos por ejemplo el principio de la docta ignorancia de Nicolás de Cusa, que básicamente consiste en afirmar que la ignorancia es una virtud necesaria, que se adquiere y que permite pensar, porque cualquier pensamiento digno de ese nombre nunca es sino una conjetura, un aproximación, que requiere siempre ser examinada con mirada escrutadora y crítica. Esto coincide con el pensamiento más reciente de Popper, con su principio de «falsación», para quien la ciencia se caracteriza precisamente por el hecho de que cualquier propuesta puede ser cuestionada, contrariamente al dogma, al acto de fe, certeza de naturaleza religiosa. Para Leibniz, se tratará más bien de inquietar, de promover esa inquietud que impide la quietud, ya que ésta última firma la muerte del pensamiento.

5. Rigor

Otra actitud común: el rigor o dureza. La lógica rigurosa de Kant, donde cada término es definido en el corazón de una mecánica implacable, no incita al distanciamiento o cuestionamiento del pensamiento. La actitud de la pregunta y la problematización no es la misma que la de la respuesta y la definición. Sin embargo, esta última, a pesar de la búsqueda de certeza, conoce su propia legitimidad, a través de su exigencia de rigor, aunque sólo sea porque  filosofar también significa poner un discurso a prueba con respecto a sí mismo para poder constituirlo. Esto concierne al  compromiso y al cuestionamiento. La elaboración de un sistema implica establecer una arquitectura donde los conceptos y propuestas vayan encajando entre ellos en el curso del desarrollo de este pensamiento. Y como explica Leibniz, cuanto más largo es el viaje en el espacio y el tiempo, más difícil es que el pensamiento permanezca coherente consigo mismo.

La calidad de esta arquitectura definirá la consistencia del pensamiento, más allá de su contenido. Esto es así para los discípulos de un autor, que comprobarán su interpretación a la luz de la amplitud del pensamiento de referencia. Y si es grande el riesgo de caer en la trampa del dogmatismo generado por el argumento de autoridad, cuyo ejemplo típico es la escolástica medieval y su relación casi patológica con el pensamiento de Aristóteles, filósofo cuyas propuestas fueron durante siglos consideradas indiscutibles, no olvidemos que el problema inverso de un pensamiento desenfrenado, que puede afirmar sin escrúpulos cualquier cosa y hacer decir cualquier cosa, es igualmente desastroso. Y cuando Nietzsche escribe que el filósofo debe proceder como un banquero, «ser seco, claro, sin ilusión», trata de decirnos que las palabras y los pensamientos tienen un valor preciso que no debe tomarse a la ligera. La dureza que se puede reprochar al filósofo es también una cualidad que no va de suyo, aunque con respecto a ella Nietzsche no reculará ante la contradicción criticando el ascetismo filosófico así como la dimensión laboriosa del proceso socrático que exige rendir cuentas sobre cada palabra. Este mismo rigor nos obliga a escuchar lo que decimos cuando lo decimos, a escuchar la «verdad de nuestras opiniones», como dice Pascal. Así el rigor requiere una adhesión a la realidad que debe superar al de la sinceridad, al deseo de apariencia, al deseo de llevar razón  o al sentimiento de propiedad. Si no cae en el dogmatismo, el rigor puede encarnar una verdadera puesta a prueba del ser y del pensamiento, aunque bajo pretexto de cientificidad corre el riesgo de oscurecer y triturar cualquier pensamiento, toda intuición, toda creatividad.

6. Autenticidad

Esto nos lleva a otra virtud filosófica: la autenticidad, que deseamos distinguir de la sinceridad. La autenticidad está vinculada al coraje, la tenacidad, la voluntad, opuesta a la veleidad y a la complacencia de la opinión, y alejada de lo almibarado o lo pasajero. Proviene de la afirmación de lo singular, en su conflicto con la alteridad, con el todo, con la opacidad del ser, en su choque con los obstáculos y las adversidades. Es sin duda una de las primeras formas de la verdad, a la que denominaremos verdad singular, o verdad del sujeto. Su vector y su sustrato es todo el ser, aunque en su forma singular, y no un simple discurso. Es lo que late detrás del mandamiento kantiano «¡Sapere aude!», «¡Atrévete a saber!», es decir, «¡Atrévete a pensar!» Empieza por atreverte a saber lo que piensas, de lo contrario no serás capaz de conocer y aprender. Y para eso, tu pensamiento debe expresarse por medio de palabras, debe objetivarse, convertirse en un objeto para sí mismo. Esta exigencia es la que está detrás de la recomendación de Descartes cuando nos anima a continuar nuestro camino en caso de que nuestra mente dude: la «moral provisional». Y más contundentemente expresado por Kierkegaard, cuando nos dice que no hay otra verdad que la verdad subjetiva. La autenticidad es lo que nos hace decir que una persona es «verdadera», más allá o por debajo del discurso, o a través del discurso. Sin necesidad de considerar un cierto tipo de verdad o de universalidad a priori, simplemente nos preguntamos si esta persona asume su propio discurso, hasta el final, siempre y cuando este «final» tenga un sentido. Incluso a través de sus contradicciones y su inconsciencia, y tal vez a causa de ellas, el ser se labra un camino y se forja a sí mismo. Medirá su fallo o su mentira en proporción a sus concesiones, a sus pequeños cálculos internos. Por muy aberrante que resulte su ser ante sus propios ojos y los del mundo, éste persigue su destino, persevera en su ser, como diría Spinoza. Este «instinto de verdad» nos autoriza a hacer afirmaciones, a pesar del riesgo de error y de los juicios que se le opongan. Es esta parresia, franqueza, libertad de expresión, el decir-verdadero cuya práctica siempre amenaza con deshacer el vínculo social, lo que Foucault llama «el coraje de la verdad».

7. Disponibilidad

Frente a esta autenticidad, difícil de vivir, porque a menudo es insoportable para el otro, veamos una tercera cualidad filosófica, inversa, que nombraremos disponibilidad, apertura o receptividad. Se trata de estar ahí, estar presente en el mundo, simpatizar con lo que es diferente. Porque si la autenticidad tiende a ser sorda con respecto a la alteridad, la disponibilidad le es completamente propicia. Lo es de dos maneras diferentes, por cierto: disponible como el tigre al acecho, o disponible como las hojas al viento. En esta distinción, sólo varía el origen del asunto, del que se encarga la naturaleza del ser. El tigre no es más «autónomo» que la hoja: no decide en última instancia saltar sobre su presa, su «tigreidad» se encarga de todo. Al igual que el tigre, la hoja llevada por el viento se ciñe a la menor aspereza del ser, es llevada por lo real, pero de manera más fortuita. Aunque se podría decir que el tigre, a diferencia de la hoja, está animado por una intención, haciéndole oficialmente menos disponible. Sin embargo su intención es lo que genera su disponibilidad.

Esta disponibilidad puede ser concebida de diferentes maneras. Como la de la relación entre uno mismo y otro: presencia del mundo, presencia de los otros, o presencia de todo lo que puede convertirse en herramienta, de todo lo que es instrumentalizable, como Heidegger lo entiende y critica. Pero más aún, se trata de la disponibilidad de uno mismo: la apertura de sí al mundo, un yo que puede ser reducido al estatus de mera apertura, un intersticio a través del cual pasa el flujo de seres y cosas, como lo intenta describir la visión taoísta que a veces aparece, ante la mente occidental y voluntarista, como una actitud pasiva e impotente. O se trata de la disponibilidad de uno mismo hacia uno mismo, es decir del cuidado de sí, como en Sócrates, Montaigne, Foucault o en el pensamiento budista.

No obstante, para aquellos a quienes esta actitud les parece fatalista o pasiva, preguntemos si la lectura de un texto, la escucha de la palabra, o la visión de un espectáculo no requieren tal disponibilidad. ¿Cuántas veces aseguramos no entender una u otra palabra, cuando en realidad no es un problema de entendimiento sino tan sólo una negativa a aceptarla? Una negativa a cambiar de lugar o posición, aunque sea por un momento. Pensar, entrar en diálogo con uno mismo, como Platón prescribe, ¿no presupone una forma de alienación? Si no estoy dispuesto a dejar de ser yo mismo por un momento, ¿cómo podría pensar? Si no estoy dispuesto a andar los pasos de la alteridad, si me aferro a mí mismo como un náufrago a su salvavidas, ¿cómo puedo pretender deliberar? Si mi yo y los pensamientos que le pertenecen son tan obvios, ¿cómo podría efectuarse esta conversión que está en el corazón de la dinámica filosófica? Estar disponible es desdoblarse: es estar a la escucha del mundo, acompañar al otro en su recorrido, es incluso precederlo en su propio camino para mostrarle o evitarle los escollos y las trampas, como hace Sócrates con sus interlocutores, porque no existe un camino real, una vía fácil y segura. El camino que elegimos es necesariamente fangoso y está lleno de baches. Aceptar seguir otra dirección es saber que la nuestra no es más afortunada, es arriesgarse a aprender algo y a considerar nuevos horizontes.

Próxima a esta receptividad encontramos la contemplación. Es más radical, es «la otra» forma de ser, distinta de la acción. Porque aquél que actúa no tiene tiempo de contemplar, su mente está demasiado ocupada en producir, en sobrevivir, en trabajar… Está demasiado comprometido en los asuntos de este mundo, está quizás incluso demasiado ocupado para pensar. En Aristóteles o Platón, la contemplación de lo bueno, lo bello o lo verdadero es la disposición por excelencia del intelecto digno de ese nombre: el que tiene  tiempo, o quien se toma el tiempo. De ahí proviene el concepto de arte liberal, como la música, la retórica o las matemáticas, esas actividades del hombre libre, que tiene tiempo para pensar porque no está obligado a trabajar. El que contempla está en el templo, este espacio que -etimológicamente- está entre el cielo y la tierra: mira atentamente, está absorto en el objeto en una actitud casi mística; no espera nada del mundo, salvo poder percibirlo.

El término griego «épochè«, retomado entre otros por la fenomenología, captura de algún modo esta disponibilidad. Describe ese acto mental, ese momento de pensamiento o de contemplación donde se suspenden todos nuestros juicios, nuestros conocimientos, nuestras convicciones, nuestros a priori, sea cual sea su forma. Esta puesta en abismo (N.de la T al final del libro) teórica puede implicar igualmente una suspensión de la acción, mental o física. Una toma de distancia sobre la existencia misma del mundo y su naturaleza. Nuestra propia conciencia resulta así sometida a crítica, es cuestionada, pasada por la criba de la duda. No para condenarla al limbo de una ausencia eterna de juicio, sino para refundar sus paradigmas, sus fundamentos, sus formas. No se abandona la idea de juicio por ser fuente inherente de error, sino que es momentáneamente suspendida para examinar su legitimidad. Estamos lejos de la radicalidad de un pirronismo, que determina que no se puede confiar en los sentidos, ni en la razón, prescribiendo la impasibilidad y el mantenerse sin opinión, condenándonos así a la afasia, ese mutismo del pensamiento. Tal sabiduría es indudablemente una de las maneras que conducen a la ataraxia, esa ausencia de perturbación y de sufrimiento. Esta suspensión momentánea es la que Descartes convoca como principio epistémico de la «duda metódica». En Husserl, esto se articulará a través de la «reducción fenomenológica», un principio que nos permite evitar los escollos de nuestras diversas creencias -ingenuas o construidas- concernientes a la existencia del mundo, con el fin de examinar los fenómenos a medida que surgen de manera original y pura en la conciencia.

8. Prudencia

La última virtud filosófica relativamente colectiva que quisiéramos abordar es la prudencia. Esta prudencia que se supone que nos hace percibir los peligros que nos acechan, y que podría llevarnos a la inacción, por temor, por un principio de cautela. A la prudencia no le gustan los riesgos innecesarios, y de ahí a la rutina y concluir que todo riesgo es superfluo hay un fácil deslizamiento. Esto es así para esos «buenos alumnos», grandes o pequeños, que difícilmente se arriesgarán a decir algo que no sea perfecto: que no sea completo,  irreprochable, que no sea el fiel reflejo de la magnitud de su pensamiento. Tratando de prever las desafortunadas consecuencias de nuestros actos, querremos evitarlas, y para facilitarnos la vida, para mayor seguridad, nos abstendremos. Dado que toda palabra supone tomar un riesgo, mejor callarse, especialmente si los demás nos están prestando atención.

Pero a parte de esta prudencia que se asemeja a una moralidad temerosa y conservadora, esa tibieza poco generosa que San Pablo condena con ardor, ¿qué sentido más vigoroso podemos dar a este término? Se trata de una de las virtudes cardinales: nos invita simplemente a pensar antes de hablar y actuar, a decidir conscientemente, a hacer lo que es apropiado en lugar de reaccionar impulsivamente o de manera desconsiderada. Kant se interesa por esta sabiduría práctica y ancestral: constituye para él la habilidad que nos hace elegir los medios que conducen al mayor bienestar. La prudencia presupone la claridad del juicio y de la mente, forma al ciudadano, está casi más del lado de la política que de la moralidad. Pero si la filosofía es una práctica, tal y como nosotros la entendemos, entonces el arte filosófico también debe ceñirse a esta prudencia, que espera pacientemente y capta la oportunidad del momento, que se hace con los mejores medios, por el bien de la eficacia, esa otra forma de la verdad. Como lo hace la naturaleza que procede por el principio del mínimo esfuerzo.

Platón distingue al político del filósofo por el «kairós«, . Afirma que el político captura el momento oportuno, modalidad crucial de eficiencia, contrariamente al filósofo, que ignora «aristocráticamente» la temporalidad. Bien es verdad que si invita al rey a ser filósofo, también invita al filósofo a ser rey, a llegar a ser político: es decir, captar los límites de su ser, en el espacio y en el tiempo. No toda verdad merece ser dicha, no en todo momento ni a cualquiera, nos dirá Jankélévitch; y es que saber qué decir, qué podemos decir, cómo decirlo, a quién decírselo, y cuándo decirlo, ¿no es también parte de la verdad? La verdad es colectiva, no es ni singular ni trascendente, nos dicen los pragmatistas, y sin duda con ello se hacen cargo mejor de la dimensión práctica del filosofar, que no es un mero conocimiento, sino un saber hacer, un saber estar, un saber actuar constituido por una virtud como la de la prudencia. 

Las actitudes son aptitudes, habilidades. El origen es el mismo, el significado casi idéntico, pero las primeras se refieren a ser, a un saber estar, y las segundas a la acción, a un saber hacer. La pregunta sigue siendo si la acción debe determinar el ser, o si el ser debe determinar la acción. De nuevo, cuestión de actitud o acto de fe, ese posicionamiento determinará tanto el contenido de la filosofía enseñada, como la forma de enseñarla, la necesidad de enseñarla, la relación con el otro y la relación con uno mismo y con el mundo. Para hacerse cargo de este problema, hace falta no negar que filosofar tiene que tener un sujeto agente: uno mismo o el otro. Constatación que nos impide hablar por la filosofía y nos autoriza al control de la palabra únicamente en la perspectiva reducida de un ser singular, de una palabra singular. Pero una vez más, se está abogando por una actitud específica que no puede escapar a la crítica de alguien a quien le gustaría evitarla.

9. Síntesis de las actitudes filosóficas

Como síntesis, vamos a añadir este pequeño resumen que habíamos escrito para nuestro trabajo pedagógico. Retoma el conjunto de las actitudes esenciales para la práctica filosófica en un marco didáctico. 

Las actitudes en cuestión son actitudes cognitivas y existenciales, que deben distinguirse de las actitudes morales, aunque pueden coincidir. Se trata de ponerse en la disposición que permita el ejercicio de la actividad reflexiva.  

Tranquilizarse.

Calmar el cuerpo y el pensamiento, apaciguarlos, silenciar el bullicio de la mente, salir de la precipitación en el pensamiento y de la urgencia en la palabra. Para ello, el maestro tiene que vigilar y ponderar el ritmo que le da al trabajo, ya sea una lección, una obra escrita o un debate, para que los estudiantes se hagan conscientes de su propio funcionamiento y actúen de manera más deliberada.

La ignorancia adquirida.

Introducir una dosis de incertidumbre en el trabajo del aula, pasar de un patrón de transmisión de conocimiento, de saber, a la implementación de hipótesis, es decir, de pensamiento. Se trata de ser capaz de abandonar las propias opiniones, de suspender el juicio, aunque sólo sea el tiempo que dura un examen riguroso y crítico. Para ello, el maestro tendrá que abandonar el esquema de la «respuesta correcta», única, absoluta y todopoderosa, para trabajar el proceso de reflexión, la reflexión en común y la problematización.

La autenticidad

Atreverse a pensar y a decir lo que pensamos, para correr el riesgo de elaborar hipótesis sin inquietarse por el miedo o por buscar la aprobación de la clase o la del maestro, sin dejarse corroer por la duda. También se trata de ser responsables de lo que decimos, de lo que pensamos, de lo que hacemos, de una manera rigurosa y coherente. Para mejorar este pensamiento singular, el profesor tendrá que animar a los estudiantes más tímidos, oralmente o por escrito, invitar a todos y cada uno a que lleven la idea hasta el final sean cuales sean las consecuencias, y que sea de una manera clara para asegurarse de que se hacen entender. Así mismo el profesor deberá impedir cualquier manifestación colectiva de desaprobación o burla que pueda parasitar el proceso.

Empatía/Simpatía

Desarrollar la capacidad de ponerse en el lugar de los demás para entenderles (empatía), sentir interés por los demás (simpatía), desensimismarse y adoptar ese estado de ánimo que hace que el alumno se haga presente a otros, compañeros o maestros, dispuestos a escuchar la palabra ajena sin prejuicios o animosidad, con interés. Se trata de introducir relaciones de tipo cognitivo más que emocionales, basadas en la razón, lo que implica no tener que identificarse con el otro, no tener que sentir lo que se siente o estar necesariamente de acuerdo con él, ni rechazar su persona, sino entender sus emociones e ideas. Para ello, el profesor habrá de invitar a los alumnos a tomar conciencia de las relaciones conflictivas entre ellos y trabajar sobre lo que causa las fricciones.

Confrontación

Desarrollar la capacidad de confrontar el pensamiento de los demás y el propio, participar activamente en la crítica y el debate, sin intentar buscar acuerdo o consenso a toda costa, sin minimizar o glorificar el propio pensamiento o el ajeno. No se trata de respetar las ideas u opiniones en sí, sino de respetar la actividad reflexiva, lo que implica sustituir una tolerancia blanda por un cierto vigor. Para ello, el profesor debe invitar a los alumnos a no temerse entre sí, a reconciliar a los alumnos con el concepto de crítica para que tomen esta actividad como un juego o un ejercicio y no como una amenaza. 

Asombro

Aprender a aceptar y reconocer la sorpresa, la propia y la de los demás, frente a lo inesperado, con respecto a la diferencia o la oposición, para percibir lo que es problemático y poder enfrentarse a su desafío. Sin este asombro, todo se vuelve rutinario, el pensamiento mengua, cada uno se remite a sí mismo y a su propio tópico, todo se vuelve opinión y subjetividad o certeza y objetividad. Para ello, el profesor debe comparar la diversidad de perspectivas y poner en relación las ideas para generar una tensión dinámica y generadora de nuevas hipótesis.

Confianza

Tener confianza en los demás y en uno mismo, abandonando la necesidad de defenderse a toda costa: su imagen, sus ideas, su persona. Sin confianza, no se podrán responder las preguntas del interlocutor; no se podrán admitir los errores o incluso las aberraciones más obvias; operará la sospecha de intenciones ocultas,  bien por temor a ser cogido en falta, bien por temor a ser humillado. La confianza es un factor de autonomía tanto para uno como para los demás. Para ello, el maestro debe crear un clima de confianza donde el error sea desdramatizado, donde sea posible reír de las absurdeces, donde todos puedan apreciar una buena idea, sea quien sea que la produzca.

CAPÍTULO 3 – COMPETENCIA FILOSÓFICA: PROFUNDIZAR

Después del conocimiento y las actitudes, el tercer sentido de filosofar, o  tercera modalidad de su definición, es su operatividad. Para abordarla bajo ese ángulo utilizaremos un término sacado de la pedagogía: las competencias, que implican una habilidad ya que formulan a la vez las exigencias y los criterios para esa habilidad. La filosofía es así concebida como un arte, como una técnica constituida a través de un procedimiento o un conjunto de procedimientos, o también como un tratamiento al que sometemos a las ideas. Ese tratamiento en sí mismo nos interesa más que las ideas particulares. Se trata pues de un formalismo filosófico, no en tanto que contenido, es decir en tanto que conceptos establecidos, sino en tanto que andadura (proceso?).

El primer aspecto de esa andadura consiste en profundizar en el pensamiento, en profundizar en las ideas. Bien entendido, partimos del principio de que en el espíritu de toda persona hallamos ideas, existe siempre un mínimo de conocimientos que llamaremos opiniones. Según Platón, estas opiniones pueden o bien pertenecer a la “recta” opinión (también llamada opinión “verdadera”), o bien pertenecer a la opinión común. La primera se distingue de la segunda por el trabajo ya realizado, y por ello es más fiable, aunque esto no cambia nada fundamental en el proceso que falta por cumplir; en este pensador, la verdad es ante todo una exigencia, una tensión, una llamada, una potencia que trasciende toda idea particular y que, en ese sentido, no podría ser jamás tal o cual idea, ni siquiera un sistema de pensamiento, ni tampoco un proceso o una actitud, aunque estas dos últimas concepciones se acercan cualitativamente mucho al concepto de verdad. La verdad es una dinámica, no siendo importante el punto desde donde se parte sino la exigencia que uno se impone. Así pues profundizar se convierte en la expectación permanente de un deseo de ir más allá. Esta perspectiva resulta de la ignorancia adquirida, de ese saber que sabemos ignorar, de esa conciencia que nos hace decir que no sabemos lo que decimos. Desde este momento, todo propósito que escuchemos, de nuestra boca o de la de otros, toda proposición que nos hagamos a nosotros mismos, reclamará ser profundizada, es decir, excavada, amplificada, puesta de relieve, dramatizada, puesta al día, etc. Pero veamos de manera precisa y concreta lo que significa ese profundizar, examinemos las distintas maneras de operar, que no son infinitas en número y que parece útil circunscribir y delimitar. Lo indeterminado, y su apariencia infinita, tiende a deslumbrar el pensamiento que cree que sus operaciones pertenecen, o deberían pertenecer, a la genialidad, única potencia humana capaz de acceder a tal nivel de operatividad, única potencia, casi divina, capaz de penetrar un territorio altamente reservado. Delimitar es establecer bases técnicas, procedimientos conocidos, repetibles y relativamente seguros y por eso reconfortantes y útiles. Cuando todo es posible, curiosamente todo se hace imposible; por una especie de efecto espejo en el que el espíritu se ahoga en el abismo que él mismo ha engendrado: esa creación de un espacio sin referencias ni constreñimientos que ciertamente procura un sentimiento de libertad pero que termina por inquietarle hasta la parálisis.

1. Explicar

Profundizar es, en parte, explicar. Explicar es salir del pliegue, hacer visible lo que estaba replegado –replegado en sí mismo, se entiende-, pues ese repliegue convierte a la realidad o al ente en cuestión en inaudible e invisible a la mirada exterior, incluso a la propia mirada que lo produce. El encuentro con el otro será la ocasión privilegiada para hacer visible lo invisible. Porque el otro, el semejante, que hace de espejo, si asume y hace su papel adecuadamente, decretará esa opacidad, señalará esa opacidad, llamará nuestra atención sobre ella, consiguiendo que superemos ese sentimiento de hábito y de confort personal que tiende a cegarnos. “¡No comprendo lo que dices!” afirmará si no teme nuestra inercia y nuestras reticencias, y si no teme parecer tonto. A partir de ese momento podemos o bien insistir con terquedad en la claridad y la evidencia de nuestra expresión, o bien hacernos cargo, en diversos grados, del sentimiento de imposibilidad que se nos hace manifiesto cuando avanzamos una nueva propuesta cuya función sería aclarar lo que hasta ese momento había quedado en la sombra. Es decir, tratar los puntos ciegos o las contradicciones aparentes. Cabe el rechazo legítimo a dar una explicación, por razones pedagógicas o existenciales, con pleno conocimiento de causa, aunque también cabe el que se da por algún déficit psíquico o intelectual: por incapacidad de ir más allá o por el resorte de algún mecanismo defensivo.

Explicar es transponer en otros términos, en otros lugares, es desarrollar lo que es simple, acercar lo lejano, es colocar en un contexto, es ofrecer ejemplos y analizarlos, es transformar el lugar, las palabras y las circunstancias. Es estudiar la reverberación de un rayo de luz cuando se refleja en lo que él no es. Y por esta razón podemos hablar de profundizar, puesto que se trata de desplazar, de agrandar, de multiplicar, de amplificar y de alargar. Explicar es desarrollar, es contemplar las consecuencias de una expresión, es establecer analogías que nos permiten ver cómo la forma de nuestra expresión puede, bajo otros cielos inesperados, reencontrar su realidad. Explicar es aclarar, ya sea haciéndolo más complejo, ya sea simplificándolo. Es enfrentarse a operaciones diversas y contradictorias que nos permitan ver mejor o comprender mejor y construir el pensamiento a riesgo de descarriarlo. De este modo, profundizar es también transgredir los límites de un propósito inicial. Y poco importa que esos límites sean queridos o no, que sean temporales o no. Hay momentos para todo. Como Descartes nos señala, sepamos recortar y tomar una idea únicamente por lo que ella es, por lo que ofrece, sin preocuparse de la multiplicidad de conexiones posibles y actuales. Pero también se puede desplegar al infinito la virtualidad del sentido inicial.

Crítica de la explicación.

No obstante, precisemos que lo implícito no debe ser considerado únicamente como un defecto o una falta: tiene también sus propias razones de ser. Si desde el punto de vista conceptual, o en la perspectiva comunicacional, la crítica de lo implícito, en particular la falta de claridad que lo acompaña, puede considerarse legítima, veamos también en qué casos una explicación no es ni legítima ni deseada. Primero, invoquemos los límites y los posibles abusos de la ideología de la “transparencia”, visión cientificista que pretendería hacer todo visible a todo el mundo, sea una totalidad singular o universal. Esto nos parece a la vez no deseable e imposible: la parte de sombra del discurso y del ser es necesaria e inevitable, aunque el intento de transparencia no deja de ser saludable. Como siempre pasa con el conocimiento, la paradoja es de rigor: si el conocimiento es un poder cuyo deseo, constitutivo del ser, no puede ser más legítimo, la tentación de la omnipotencia que le acompaña inevitablemente transforma cualquier parcela de ese poder en abuso de poder, ya que ese poder se vuelve sobre sí mismo, y contra el espíritu que lo genera, para aniquilar la dinámica que lo ha engendrado. A modo de conclusión: ciertamente, es saludable explicar e intentar explicar, pero teniendo en mente el lado facticio de la explicación, que tendrá a menudo más de repetición o racionalización a posteriori que de aclaración real. En ese sentido, el trabajo sobre la problematización intentará mostrar la importancia de la perspectiva crítica y de la puesta en cuestión para darse cuenta realmente de la verdad de una expresión.

De momento, evoquemos la objeción pedagógica que haríamos a los intentos de explicación, en particular los del profesor hacia el alumno, que implica también los del orador hacia el oyente. En general, nuestra tradición occidental privilegia el pleno más que el vacío. La ausencia y la ignorancia comportan más bien connotaciones negativas, la presencia y lo pleno reconfortan, pues procuran un sentimiento de plenitud, mientras que la ausencia es causa de carencia y dolor. Así, el profesor se siente obligado a decirlo todo, tanto porque se siente obligado a “hacer todo” como porque se supone que “lo sabe todo”. Contrariamente a la perspectiva oriental, en la que el vacío es también una realidad, sino su fuente, la realidad fundadora, la matriz. Tendríamos al maestro contentándose  con lanzar al alumno una simple frase que este último meditaría, analizaría, ya que es a él a quien corresponde darle sentido. Esa inversión  de la responsabilidad impide el principio de “darlo mascado” de la que está tan tentada nuestra tradición occidental, principio por el cual el autor de una idea se siente obligado a facilitar un libro de instrucciones, incluso de rendir cuentas.

Para ir hasta el final de nuestra crítica de la explicación, contemplemos también otra posibilidad: la contemplación de la idea, la idea tomada como la articulación de una proposición o de una sucesión de proposiciones. Distingamos momentáneamente la idea inicial de la explicación que de ella podríamos dar. Puede ser interesante insistir en el hiato entre estos dos momentos, por razones diferentes. La primera es la de considerar que una idea tiene una forma en sí misma, una vida propia, una especificidad morfológica, sintáctica y semántica. Y si esa especificidad va de suyo en poesía, nos parece que puede ser igual en filosofía. Es, sin duda, una de las razones por la cual puede ser interesante conocer o recordar en su versión inicial, en su texto, incluso en su lengua original, una formulación dada. Este esteticismo filosófico, a pesar de los abusos a que pudiera dar lugar, tiene su sentido en la singularidad del lenguaje individual. Irónicamente también por esta razón se podría justificar el hecho de que cada oyente o lector de un texto reformula a su manera una proposición leída o escuchada, con el fin de apropiarse de la idea en cuestión. Sea como sea, ese momento de contemplación de una idea, como ocurre con una pintura o una pieza musical, en la que observamos y aquello se deja penetrar antes de analizar, de juzgar o de reaccionar, es un puro momento de receptividad, de disponibilidad, que asegura recibir al máximo la palabra expresada.

Contemplación

La segunda razón que damos a este hiato, es que toda interpretación, toda explicación, es como toda traducción, esto es, una traición, puesto que transforma necesariamente: transpone, apuntala, diluye. Una traición que debemos aceptar, ya que debemos ser capaces de hacer el duelo del original, ya sea de la palabra del otro como de la propia. Una palabra viva es una palabra traicionada: su puesta en funcionamiento y su operatividad son obligatoriamente actos reductores y limitados, aunque su despliegue en la alteridad, acto de alienación y de desnaturalización, no pueda ser más natural y necesario. En cualquier caso se trata de ser consciente del papel que juega esa transposición, en particular cuando pasamos de lo concreto a lo abstracto, de la idea al ejemplo. Ciertamente, rechazar una interpretación con la excusa de que es interpretación incitaría a un formalismo y a una rigidez excesiva, pero del mismo modo tener un momento de vacilación antes de encajar una expresión original en un contexto particular que no le pertenezca propiamente es una medida de higiene intelectual que indica el respeto de la palabra única y singular. Esto invita a problematizar el sentido, a no atenerse a una lectura única, aunque sea el propio autor el que nos invite a ese entendimiento particular de su expresión, a una exégesis de su propio texto.

Tomemos un ejemplo del interés de la contemplación como modalidad de identificación alternativa a la explicación. A menudo en las discusiones una persona se lanza a una brusca o vasta respuesta después de haber enunciado una cuestión o una proposición. Pero se hace muy rápidamente evidente para el oyente, y a veces para la persona misma, que el propósito inicial ha sido abandonado. Arrebatado por sus propias ideas o emociones, el orador olvida de dónde viene, no sabe mantener el espíritu fijado en ese punto, polo establecido en su espíritu como una estrella fija, que como problema específico habría que tratar. Conservar una idea en la cabeza es una forma de obligación, ligada a la memoria y a la concentración, independientemente de toda otra idea que nos viniera a continuación. Como el principio del canto coral, o la improvisación de jazz, el desafío consiste en pensarse a sí mismo y a la vez atender a lo que pasa en el exterior. Ser capaz de pensar simultáneamente lo originario y lo subsecuente, el dentro y el afuera, lo dado y la progresión, el centro y la periferia, una idea y su explicación. A nuestro parecer, ésta es la doble perspectiva a la que el espíritu se debe aplicar, a partir de la cual debe operar, como condición de un pensamiento real: aquel que tiene en cuenta la alteridad, el que conoce la realidad como un principio de exterioridad que nos protege de nosotros mismos, ese pretil (en francés pretil es “garde-fou”, literalmente guarda-loco) interior que hay que intentar no olvidar jamás.

2. Argumentar

Argumentar es otra de las formas importantes que adopta el trabajo de profundización del pensamiento. Argumentar es tomar posición, haber tomado posición, puesto que se trata de justificar, de probar, de levantar acta de las razones de ser de una idea o tesis. Por mucho que esa toma de posición sea momentánea y artificial, constituye aceptación o endoso: debe rendir cuentas de la existencia o de la veracidad de una idea dada. Justificar es hacer que una proposición sea justa, es hacer justicia con una proposición que sin ello no tendría derecho a ese estatus, que sin ello podría ser considera injustificada, léase injusta.

La cuestión es ahora saber si el hecho de argumentar permite necesariamente profundizar. En cierto modo diremos que sí, puesto que intentando consolidar una tesis ante un auditorio, real o imaginario, traeremos a colación otras ideas que, a través del esfuerzo hecho para convencer, permitirán dar fundamento a la idea inicial. No obstante, la naturaleza de la argumentación puede variar enormemente. La argumentación consiste en producir una o varias proposiciones, hechos o ideas, con el fin de justificar un enunciado inicial. Pero ¿se trata de probar que se tiene razón, de manera retórica? ¿o de comprender mejor las razones, el origen y la legitimidad de un enunciado inicial, de manera filosófica? Los argumentos pueden apelar al pathos de los oyentes, a sus sentimientos, pueden referirse a autoridades, falsas o abusivas, utilizar formas, giros y figuras retóricas destinadas únicamente a obtener el asentimiento del interlocutor, a debilitar sus resistencias más que a hacerle reflexionar, remitiéndole a trivialidades o a lugares comunes, pleiteando más que ahondando, esos procedimientos que aplanan el discurso más que hacerlo profundo, que adormecen el espíritu del oyente más que ponerlo a reflexionar. Cuanto más grande sea el auditorio al que se dirige el intento de argumentación, más éste universalizará su palabra, distanciándose así de un público prevenido y previsible, y menor será el riesgo de caer en la trampa de la búsqueda del asentimiento que la proximidad alienta. Si el argumento está dirigido a la razón humana en su generalidad (suponiendo que esto sea posible y siendo en cualquier caso un ideal regulador que es útil conservar en mente) será más atento y más crítico con su propio contenido. Sin embargo, como lo demuestran la publicidad, la propaganda política y el proselitismo religioso, es posible dirigirse a todos y sin embargo argumentar de manera abusiva, intentando instrumentalizar al otro, convertirle en un cliente, un militante o un adepto, reduciéndole a ser objeto de un deseo o de una voluntad. Y no olvidemos lo que ya hemos dicho, esto es, que un argumento emana de una posición subjetiva, que intenta autojustificarse o criticar una posición adversa, que viene a ser lo mismo.

Contrariamente al proceso analítico o lógico, que pretende examinar objetivamente el contenido o las consecuencias de una locución, el argumento está envuelto en una matriz vectorial que le orienta y le dirige. Por otro lado la argumentación es más bien susceptible de operar en el dominio de lo contingente, de lo probable, precisamente allí donde la lógica o el análisis han dejado de operar: la argumentación no depende de la necesidad, no compete a la lógica, decía Aristóteles, sino a la dialéctica, que para él era menos fiable. Finalmente sería una especie de mal menor, pero un mal menor que nos es indispensable, dado que la realidad no se nos presenta bajo la forma de un sistema lógico, y que nuestro conocimiento del mundo constituye algo complejo y heterogéneo, a menudo contradictorio. Así que la argumentación permite profundizar puesto que da razón de una idea, considera las consecuencias, establece paralelismos y analogías, convoca ejemplos, analiza y establece vínculos. Pero su poder es limitado en la medida en que no problematiza, en la medida en que no se distancia de sí misma y en la medida en que no entra en una relación de crítica consigo misma. De todos modos si bien la argumentación supone sólo un momento que se inscribe en el proceso más amplio del pensamiento, jugará no obstante un papel, limitado pero constitutivo y esencial, en su elaboración. El pensamiento se comprometerá consigo mismo, pero no con un pensamiento en el que la suerte esté echada o las cartas estén marcadas, sino con un pensamiento capaz de contemplar su propia negatividad, su propia nada, como condición de que una argumentación se haga digna de llamarse así. Si esa condición falla, será tan solo una evidencia plana frente a sí misma, bordeará la tautología. Toda la dificultad reside en la paradoja de la mente que ejerciendo el compromiso puede alimentar a la vez su propio límite, fortaleciendo un ego que puede llegar a creerse invencible, y examinar esos límites, permitiéndose superarlos o liberarse de ellos. Ahondar es a la vez establecer fundamentos y hundirse, arriesgándose a quedar atascado. Porque si el argumento consolida, también condiciona: determina el sentido, lo ancla, lo fija y además con ello pretende demostrar la veracidad de su propósito.

Probar
Argumentar es también probar, por una demostración que acredite la necesidad de una declaración, estableciendo un haz de pruebas que fundamenten su probabilidad, proponiendo un razonamiento al absurdo que nos fuerce a concluir la imposibilidad de lo contrario, sacando a la luz ineludibles presupuestos, lo que agudiza y facilita nuestro juicio, aquello que legitima un poco mas nuestra íntima convicción. Y si argumentar no prueba la veracidad de un decir, permite al menos consolidar el contenido. El procedimiento hipotético deductivo que nos invita a pensar “si esto, entonces lo otro” se nutre de esos encadenamientos que por sí solos constituyen la trama de nuestro pensamiento, la matriz de nuestras ideas. Ciertamente el acto de argumentar no siempre prueba, por falta de necesidad. Pero el simple intento de poner de manifiesto ideas que se esconden detrás de ideas, confiere una legitimidad añadida a la producción de nuestro pensamiento, un grado suplementario de verdad o de verosimilitud, sacando a la luz la génesis de la idea. Todo consiste en no dedicarse a creer todo lo que afirmamos, no perder de vista la fragilidad de nuestro ser y de sus elaboraciones.

Por otro lado, a menudo el argumento toma la forma de una condición, que es la siguiente: “llevo conmigo un paraguas cuando llueve”. El hecho de llevar un paraguas está justificado por la lluvia, pero la lluvia es ocasional, lo que tiene como consecuencia que no está siempre justificado llevar un paraguas. La cosa consiste en saber si llueve o no, en predecir si lloverá o no. La implicación es, por lo demás, una modalidad importante de argumentación “hago esto o lo otro porque si no…” argumentamos invocando las consecuencias consideradas indeseables o la ausencia de consecuencias consideradas deseables. Consistiría en saber si hay una relación de necesidad, si es sólo probabilidad o incluso simple posibilidad. ¿Se trata de un vínculo fuerte o tenue? Se da un error muy común que consiste en sobrevalorar la casi consubstancialidad de la causa y del efecto, del acto y de su consecuencia, subestimando la fragilidad del argumento arrastrado por la convicción o el deseo de convencer. El argumento ciertamente apuntala, pero remite necesariamente a la fragilidad de un presupuesto y en ese postulado se articula sin duda la diferencia fundamental entre argumento retórico y argumento filosófico: el primero conlleva la adhesión, el segundo establece una área y muestra los límites.

3. Analizar

Analizar es dividir una totalidad física o ideal en sus partes constituyentes con el fin de examinar y determinar sus valores y sus relaciones.

Analizar, en su sentido más inmediato, ya sea en ciencia química o en filosofía, corresponde a disolver, a pasar de lo complejo a lo simple, a descomponer el todo en sus partes. Se trata, por un lado, de poder pensar esas partes como partes, lo que nos plantea el problema del nombre, del concepto, de la etimología, y por otra parte de poder pensar en el ensamblaje de esas partes, en las reglas que lo ordenan, lo que, a su vez y de manera natural, nos lleva a los problemas del lenguaje y a los de la lógica. Analizar consiste principalmente en examinar el contenido de lo que ya tenemos, en interpretar el sentido que lo constituye, sin pretender añadir nada. En esta línea Kant opone el juicio analítico al juicio sintético. El segundo sería el que aporta nuevos conceptos, exteriores a la proposición inicial. De este modo, nos acercamos a lo que es la explicación, salvo que el análisis es sin duda más restrictivo, puesto que no puede ir a buscar nada fuera de sí mismo. Esta prohibición puede ser percibida como molesta, a causa de su carácter relativamente ascético. Examinar palabras sin pretender “ir a otro lugar”, hacer el duelo del  “ir más allá” tan caro al corazón de los hombres, no es nada fácil. En particular cuando se trata de examinar nuestras propias palabras, de entender sus limitaciones, de ver la amplitud de lo que niegan no diciendo, sin pretender recurrir a esa forma tramposa de “lo que yo quería decir” o “querría añadir”, posiblemente vivido como un momento duro en el que la cruda y limitada verdad de nuestras propias palabras nos  golpea.

El análisis se da de bruces con el sentimiento de omnipotencia inexorablemente ligado a la palabra. Ésta última conserva siempre sus pretensiones con respecto al estatus de verdad, pretende siempre estar en el lado bueno del plano de la ética, sea cual sea la naturaleza de esa ética. Por eso el análisis aparecerá a menudo como una operación reductora, que obliga a tomar expresiones definidas, véase muy cortas, como una simple frase, para poder examinar el contenido por limitado que sea y que tan a menudo traiciona nuestra vaga intención. Sócrates nos invita incluso a no producir grandes discursos, para poder asir realmente el sentido de la palabra. Y aquellos que hacen grandes discursos se enfadan con él porque no pueden reconocerse en la carnicería perpetrada contra su discurso; porque a veces se trata de examinar una sola frase, incluso una sola palabra y hacer emerger un sentido muy específico “¡Me haces decir  lo que no he dicho!”, protestan, “¡tienes que tener algo contra mí, para actuar así!” es la conclusión inevitable. En efecto, al límite se podría llegar a una sola palabra, un concepto que hay que definir, y del cual hay que verificar su operatividad. En ese sentido la conceptualización es una de las formas límites del proceso de análisis.

El análisis es un método estático, como ya hemos señalado, puesto que no permite “avanzar”, sino que obliga a quedarte en el sitio para ahondar en un sentido dado. Peor todavía, puede ser un método regresivo cuando intenta remontar desde los hechos a las causas, o partir de las consecuencias para llegar a los principios. Este proceso sería llevado a cabo, bien para intentar probar el buen fundamento de una proposición (y en ese sentido el análisis es asimilable a una demostración), bien para identificar los presupuestos de esta proposición, lo que permite comprenderla mejor, incluso para problematizarla, puesto que habremos identificado lo que la condiciona y aquello que hubiera podido modificar su naturaleza. Naturalmente, aquí estamos bordeando de alguna manera el trabajo de la argumentación. Pero el análisis, en particular la lógica, se contenta con trabajar lo que es afirmado, trabaja sobre lo que está contenido en lo que se afirma, sobre su composición, sin buscar convocar otras proposiciones. La única excepción son las reglas de la lógica o reglas de composición, donde el análisis permite verificar la legitimidad del ensamblaje en cuestión. El conocimiento de esas reglas y el de su transgresión condiciona el trabajo del análisis, al que la lógica le da herramientas. Esas reglas formales permiten detectar en qué medida una proposición acarrea otra, es compatible con otra o contiene otra. Estas relaciones son ante todo relaciones de necesidad, que no podrían tolerar la excepción, y no las de probabilidad o de contingencia, autorizadas por el principio más amplio y menos riguroso de la argumentación. Y si la ventaja del análisis es el rigor y la objetividad, sus inconvenientes son dos: por un lado, su ilusión de objetividad, ya que se puede olvidar fácilmente que el valor de toda proposición lógica está condicionada por el valor de sus premisas, y por otro lado todo sistema lógico está cerrado sobre sí mismo y no permite el aporte de elementos extraños. El análisis lógico es una evaluación de la coherencia de una expresión, invita al análisis crítico en la medida en que verifica la universalización posible de los encadenamientos utilizados. En él el principio de causalidad está constantemente puesto a prueba, y éste es precisamente el interés general de este modo de profundización. Pero tiende a definir, es decir, a encerrar, a estrechar, más que a abrir la expresión. En todo caso es muy interesante y útil trabajar de manera intensiva sobre una expresión dada, más que de una manera extensiva y abierta. La exigencia no es la misma, pues es más áspera, pero aporta sentido y forma el espíritu.

En relación con el análisis, volvamos a un principio que hemos abordado en las actitudes: la crítica, término formulado por Kant para articular una posición intermedia entre el escepticismo y el dogmatismo. Recordemos que la “revolución” kantiana reposa sobre la imposibilidad del conocimiento de acceder a la realidad en sí, para afirmar que sólo tenemos acceso a los fenómenos o apariencias de esta realidad, aunque estos fenómenos no estén desprovistos de realidad. La metodología crítica consiste en analizar los fundamentos del pensamiento y de la acción, en medir su alcance y en evaluar sus límites. Antes que nada, es reflexión y autocrítica, puesto que reflexiona sobre ella misma. De todos modos, como ya hemos mencionado, es fuerte la tentación, bajo el pretexto de “cientificidad”, y a pesar de todas las precauciones, de pretender alcanzar un cierto saber último, establecer nuevas certezas. Y si es útil lanzarse a esta práctica, a esta aventura de sistematización, también es importante recordar, como lo hace Gödel, que todo sistema no puede conocer su propia verdad sino es a partir de su exterioridad, saliéndose de sí mismo para percibir sus propios límites. Toda totalidad que pretenda contenerse a sí misma sufrirá necesariamente una hipertrofia de su propio ser y forjará sus propias ilusiones.

A propósito de esto, hay una última distinción conceptual, proveniente de Hegel, que nos parece útil mencionar, entre crítica interna, que compete al análisis objetivo, y crítica externa, que corresponde más bien a una exterioridad, a otra toma de partido. Si es posible y deseable criticar un pensamiento desde dentro, confrontándolo a sí mismo, queda necesariamente pendiente el análisis a través de postulados que le sean extraños: la crítica externa. La una no es menos legítima que la otra. En efecto ¿por qué aceptar sin pestañear los presupuestos que nos son impuestos? Esta posición dialéctica, que nos incita a estar a la vez dentro y fuera, nos ofrece una garantía suplementaria de distanciación y de análisis crítico. Posición dialéctica sobre la que Nietzsche, fiel a sí mismo, se apresurará a hacer recaer una acusación de vanidad, en la medida en que ese redoblamiento del pensamiento sobre sí mismo, sofisticación extrema, ese trabajo laborioso de negatividad, alimenta el desarrollo excesivo y las ilusiones de nuestra pequeña razón, la omnipotencia de nuestro intelecto, gesto contrario a dejar emerger y a aceptar la gran razón de la vida, único rasero fiable y real.

Analizar es intentar asir en un cierto en-sí la composición del ser, con todo lo ilusorio que pudiera resultar ese asimiento, puesto que el pensamiento pretende operar a partir de ahí con una perspectiva desapegada y desencarnada: como la mirada incisiva del Dios. Y si bien debemos poner en guardia contra el abuso y la esterilidad del análisis, debemos no obstante invitar a todos y cada uno a ese momento de alienación del pensamiento, a esa ascesis que nos invita a aprehender más allá de nosotros mismos la realidad de lo real. Hace falta para eso aprender a reírse de uno mismo, lo que  independientemente de toda eficacia o resultado es una práctica que no puede ser más recomendable, iniciándonos a la sobriedad del pensamiento y a la humildad del ser. Saber analizar es escuchar únicamente lo que dice la palabra, es saber lo que se dice, hacerse consciente de lo dicho. Es aceptar los límites y abandonar lo accidental y lo deseable, es aceptar la finitud y los límites de lo dado. Ciertamente el análisis tiene sus propias trampas: los “¡No tiene nada que ver!” del docto que, de manera exagerada, distingue y por ello se distingue, y los “¡Es lo mismo!” del neófito que fusiona y se lo cree. Pareja infernal que representa una especie de Caribdis y Escila del pensamiento (N de T: Referencia a la mitología, que significa escapar de un peligro para caer en otro peor). Para resumir, analizar es aprender a leer, aprender a releer, aprender a releerse.

4. Sintetizar


El sentido primero de la síntesis se acerca al que tiene el análisis. Si el análisis descompone y estudia la composición del compuesto, también prevé su inverso: el arte de la síntesis. La lógica es producto de esta práctica: el arte de componer de manera legítima. La síntesis puede aparecer como una parte del análisis, como un segundo momento: descomponemos para recomponer. Pero si bien la síntesis está condicionada por el análisis y viceversa, puesto que la lógica o estudio de la coherencia o encadenamiento no pertenece menos al análisis que a la síntesis, sí tiene una particularidad con respecto a su imagen especular. El análisis parte de un principio, y es que se trata de deconstruir y reconstruir, mientras que la síntesis, en lugar de reconstruir, construye, lo cual a veces implica destrucción. En efecto, se debe abandonar buen número de elementos considerados secundarios por un trabajo de negación. Su punto de partida no es un compuesto, sino un amasijo de elementos inconexos que necesitan ser ordenados y ensamblados. Para el análisis el puzle está montado, pero no para la síntesis, y esta diferencia que podría no ser más que formal contiene retos importantes.

La primera consecuencia es que la síntesis es abierta: se plantea el problema de lo que se puede combinar con una proposición inicial, que hay que formular, y adivinar cómo puede combinar. Los elementos de los que habrá que dar cuenta pueden ser de todo tipo, incluso aquellos, aparentemente al menos, radicalmente contradictorios con una proposición dada: la hipótesis de trabajo. Esto hace de la síntesis el momento clave de la dialéctica, después de la tesis y la antítesis, y un proceso totalmente opuesto al análisis. Así lo identifica de manera extensa Hegel, que erige la dialéctica en fundamento del pensamiento y de lo real. La síntesis, jugando con los contrarios, permite un trabajo de negatividad que conduce a niveles superiores de racionalidad. En efecto, si el análisis mantiene a su objeto dentro de los límites de lo que él es, la síntesis permite articular un objeto en una relación con “lo que él no es” que sin embargo le constituye. El famoso ejemplo citado en La fenomenología del espíritu de la relación entre la bellota y el roble, oposición que se articula con el concepto de “devenir”, es un clásico. Pero trataremos esto más adelante en nuestro capítulo sobre la dialéctica.

Los dos procesos de base constitutivos de la síntesis, fundadores de la lógica, son la deducción y la inducción. La deducción analítica se contenta con extraer de una proposición dada lo que contiene, la deducción sintética reúne varios elementos para constituir una proposición general. El primer tipo de inferencia produce la multiplicidad a partir de la unidad, el segundo produce la unidad a partir de la multiplicidad. El silogismo constituye uno de los más antiguos, más corrientes y más célebres de inferencia sintética. Consiste principalmente en tomar una proposición general, llamada la mayor, y añadirle una proposición singular, llamada la menor, y sacar una conclusión. En cuanto a la inducción, se opone a la deducción en la medida en que más que tratar con proposiciones generales, pasa de lo singular, o de un conjunto de hechos, a lo general, intentando elaborar proposiciones susceptibles de hacerse cargo de los hechos evocados que provienen a menudo de la observación.

Si bien la lógica será considerada por ciertos filósofos como una parte importante de la filosofía, para otra parte, por ejemplo los estoicos, es un simple instrumento, a causa de su faceta reductora o puramente formal. En efecto, sus reglas aseguran la coherencia en la expresión más que la veracidad, más que generar las proposiciones las verifica. En cualquier caso el estallido de la lógica clásica en una multiplicidad de lógicas en el siglo XX ha contribuido de un modo importante a restablecerla como una ciencia de lo “verdadero”, en particular en la filosofía anglosajona para la cual la filosofía analítica representa la vía regia y “científica” del pensamiento. Más allá del aspecto puramente lógico y formal, que consiste en reunir proposiciones y elaborar los principios que rigen esas uniones, la síntesis es la práctica de la teorización, de la conceptualización, puesto que se trata de reagrupar bajo una idea única y breve aquello que en su inicio tiene que ver con la multiplicidad. De este modo, cuando leemos un texto, o escuchamos un autor, intentamos condensar aquello en un enunciado corto o en una simple frase, bajo la forma de un resumen del contenido, o de la intención que lo guía (intención confesa o inconfesa), estableciendo una implicación o una consecuencia central de las palabras expresadas. El principio de la síntesis consiste en hacer surgir lo esencial de un discurso, o todavía más, aquello que constituye su unidad, su sustancia, su atributo principal. Esta unidad puede estar ya contenida en el discurso, y el que elabora la síntesis podría tener que limitarse a escoger una proposición, explicita en el texto y que sólo habría que destacar. O bien podría forjar una proposición que trascendiera el texto, a su juicio, articulando así la realidad primera, realizando una interpretación que podría incluso verse contestada por el autor del texto. Aquí, nuevamente, el análisis se acerca a la síntesis, puesto que analizar un texto puede también consistir en producir una proposición condensada; no obstante de un análisis siempre hay que esperar que ofrezca más detalle y desarrollo que una síntesis. Así mismo, el trabajo de conceptualización se acerca al de la síntesis, puesto que se trata de producir un término o una expresión reducida que resuma un pensamiento más amplio del que pretende capturar lo esencial.
El hecho de reducir -la reducción- es un aspecto importante de la síntesis. Tradicionalmente, la reducción en la lógica consistía en reducir un inhabitual y complejo conjunto de proposiciones a una forma reconocible, identificable y también calificable. La reducción permite unificar el campo de los conocimientos, integrar lo dado bajo leyes comunes y reducidas. Así fue como Husserl y la fenomenología propusieron reducir los hechos a esencias, despejándolos de la prodigalidad de sus individualidades concretas, lo que ofrecía la ventaja de reagrupar el conocimiento.

El recorrido anagógico nos parece otro caso interesante de síntesis, y encontramos una forma de este proceso, particularmente radicalizada, en Platón. Consiste en, partiendo de una proposición dada o de un conjunto de proposiciones, intentar remontar lo más lejos posible, hasta los trascendentales primeros y fundadores: la unidad, lo verdadero, lo bello, el bien, el ser, etc. Su origen está en Platón y, aunque haya podido inspirar la reducción fenomenológica, no tiene los mismos presupuestos, puesto que en Platón son metafísicos y en Husserl son empíricos: yo y el mundo, es decir que corresponden a la experiencia. Sea como sea, se trata de determinar, en ambos casos, lo que estaría en juego de manera fundamental en lo que subyace a toda proposición particular, por anodina que sea, y así mostrar más allá de la evidencia los presupuestos contenidos. En todos los casos, esto implica el abandono de una parte importante de los datos, particularmente de lo empírico, lo narrativo y lo circunstancial, lo cual constituye un obstáculo psicológico importante para la síntesis: a menudo el espíritu humano no quiere hacer el duelo de todos los elementos narrativos, puesto que componen esa secuencia que llamamos existencia. Platón define también la esencia de un discurso, su unidad, a través de la simplicidad depurada de su intención.

En oposición, o como complemento a la inducción y la deducción, nos gustaría proponer, como modalidad de síntesis, un tercer concepto, éste menos conocido y más reciente, que emana de Peirce, inspirador de la corriente pragmática americana: la abducción. Este concepto es interesante en la medida en que permite dar cuenta del descubrimiento científico. Observando y reflexionando, el espíritu se topa con diversos datos empíricos o conceptuales que se le imponen, que le sorprenden, que le obligan a establecer nuevas hipótesis, a veces en total contradicción con los principios establecidos. Este concepto se distancia un poco del esquema hegeliano, como otra descripción del esquema hipotético-deductivo, en que las nuevas hipótesis no son esas construcciones relativamente previsibles del espíritu producidas por el esfuerzo de la razón que reflexiona sobre su propio contenido, sino que surgen por ellas mismas ante un espíritu abierto, observador y atento, lo que implica una cierta disponibilidad mental. En este proceso se da una cierta no linealidad y una posibilidad de puesta en cuestión o de divergencia que, como siempre en el pragmatismo, intentan poner en jaque al dogmatismo ligado a anclajes muy determinados del pensamiento. La omnipotencia del postulado, de la voluntad y del sistema son aquí puestos en jaque, puesto que se pone en entredicho el pensamiento a priori en favor de una realidad primera y trascendente del mundo cuyas manifestaciones no son siempre previsibles. Ya que si el pensamiento hegeliano intenta hacerse cargo de los contrarios, es siempre para integrarlos en un sistema cuya potencia de integración no es jamás vuelta a poner en cuestión puesto que tiende a una realización de lo absoluto.

Tanto la síntesis entendida como resumen del discurso, como la síntesis entendida como ensamblaje de elementos dispares, o también la síntesis como surgimiento de una intuición, procuran una visión, dan para pensar, son factores de toma de conciencia. En cada caso, se produce algo directo a partir de algo indirecto, la síntesis rellena los huecos, establece lazos: es un verdadero pensamiento y  no una herramienta anexa y secundaria. Pero la paradoja de la síntesis es que nos permite profundizar diciendo menos, hablando menos: habla gracias al ahorro de palabras. En ese sentido se trata de un acto intelectual que cuesta, porque invita a un rigor, a una ascesis, a un desprenderse. Nos pide quitar, recortar, abandonar nuestras fútiles y vanas esperanzas de totalidad. La síntesis profundiza porque clarifica, y lo hace porque resalta y deja visible lo que de otro modo desaparecería en la masa, en el flujo. En este sentido, como cuando se poda un árbol, la síntesis hace visible la estructura, ordena la masa movediza de las palabras y las ideas que de lo contrario serían mucho más confusas. Reorganiza y reestructura porque efectúa cortocircuitos, a veces inesperados, sin los cuales no veríamos nada. La síntesis no es un acto neutro: efectúa aproximaciones que cambia la cara de las cosas, eliminando diversas opacidades le devuelve al discurso su fluidez. La síntesis es pues productora de sentido. No porque ignoremos los elementos que la componen o incluso los principios que utiliza, sino únicamente por la densidad inusitada de su propósito que permite ver lo que antes era heterogéneo sin que nos diéramos cuenta. La síntesis nos hace ver lo que ya veíamos, lo que podíamos ver sin ver, lo que veíamos sin poder ver, lo que veíamos sin querer ver.

5. Ejemplificar

Kant nos previene de las intuiciones sin concepto, que según él son “ciegas”, pero también contra los conceptos sin intuición, que resultan “vacíos”. La primera parte de la prevención nos obliga a analizar, a producir proposiciones y a proponer los conceptos que las articulan y las componen. Sabemos limitarnos al ejemplo, a lo narrativo, a lo empírico: la razón debe ponerse manos a la obra y efectuar su trabajo de abstracción, dar cuenta de lo que representa y contiene el dato empírico mencionado o expuesto. Esto nos obliga a pensar racionalmente y a elaborar un pensamiento abstracto evitando la trampa de lo anecdótico y de la enumeración. Por ejemplo, el hecho de citar la idea de silla permite evitar retomar y nombrar uno a uno los diversos elementos del conjunto de objetos o entidades que pertenecen a esa categoría: evitar nombrar cada silla por un nombre particular. En este sentido se trata de efectuar una generalización. A la inversa, el hecho de producir un ejemplo, de ejemplificar, permite a la vez hacer visible o concretar el concepto, pero también permite poner a prueba la construcción intelectual que produce las ideas y las junta. El hecho de ejemplificar cumple dos funciones cruciales. La primera es pedagógica, ya que permite ver, comprender, explicar remitiendo a lo concreto. La segunda consiste en una puesta a prueba, pues se trata de hacer la experiencia de lo concreto, de verificar, de encarnar, de comparar el producto del pensamiento con los datos de la experiencia.

Filosofar, en tanto que práctica, y como toda práctica, se enfrenta a una materia. Su materia es el conocimiento que tenemos del mundo, en forma de narración y en forma de explicaciones: mito y logos. La narración es un conjunto de hechos y experiencias vividas u oídas que constituyen lo dado empíricamente. La explicación es un conjunto de ideas y teorías que da cuenta de lo dado empíricamente, que a su vez recibe, de la explicación, coherencia y previsibilidad. El filosofar se instaura como exterioridad frente a esta materia: el filosofar duda, critica, examina, evalúa, compara, aunque la materia sea también una herramienta, un instrumento que él manipula a su antojo. Pero si el filosofar pone a prueba el conocimiento del mundo, si cuestiona nuestra relación con el mundo, también él es puesto a prueba por ese conocimiento del mundo, e indirectamente, o a través de la mediación del conocimiento, es puesto a prueba por el mundo mismo. El trabajo pedagógico y el trabajo experimental se juntarán, por el hecho de que el filósofo debe enfrentarse a la alteridad. Esto explica que convocar el ejemplo sea tan crucial para él, pues sin hacerlo se arriesga a perderse en los meandros de su propio espíritu, a quedar preso en una jaula que él mismo se ha fabricado. Dar ejemplos es saber de qué se habla, hacer saber a otros de qué se habla, y verificar la viabilidad de nuestro discurso. Ciertamente un discurso tiene su verdad propia, para la razón se trata de verificar la coherencia del discurso, la transparencia a sí mismo. Pero puesto que ese discurso intenta también dar cuenta del mundo, y pretende en general hacerse cargo de una realidad que le trasciende, realidad fundadora y constitutiva, se trata también de examinar en qué medida puede hacerse cargo de esta realidad, bajo sus diversas formas. La producción de un ejemplo parece el mínimo gesto que requiere esa verificación. ¿Dónde estaría el acceso a lo real, a la exterioridad, a la alteridad de la materia, si no se ofrece ningún ejemplo? ¿Cómo podríamos pretender tener una relación crítica con el mundo y el conocimiento? Es por eso por lo que necesitamos tanto el discurso sobre lo dado empíricamente como lo dado empíricamente mismo; y necesitamos tanto el discurso como el discurso sobre el discurso para que haya un pensamiento filosófico digno de ese nombre. Sin esto el discurso corre el riesgo de encerrarse en sí mismo y creerse su propio contenido, únicamente porque algunas palabras son pronunciadas y porque se les otorga un crédito ilimitado por el simple hecho de ser pronunciadas.

Aún así no es cuestión de dar pábulo al presupuesto corriente que erige lo concreto en “realidad” única o primordial. De ahí la reacción corriente del “¡No son más que ideas!” que otorga a la materialidad una certeza fiable, una garantía sin falla, dotándola de una confianza que no merecerían las ideas o los conceptos, considerados demasiado abstractos. Obsérvese que esa materialidad no nos llega directamente, sino únicamente mediante las herramientas de nuestro cuerpo, imperfectas y productoras de parcialidad, cuando no se trata de que las informaciones conseguidas estén terriblemente intelectualizadas. Otorgaremos a la materialidad su estatus de portadora de verdad allí donde le hayamos concedido su estatus de extrañeza y de mediación, y no el de familiaridad y de inmediatez. La materia es lo que es otro, lo que es extraño, lo que resiste y actúa sobre nosotros, lo que se nos escapa, lo que nos aliena. Desde esta perspectiva únicamente, la materia nos protege de nosotros mismos. En cuanto a lo concreto su interés es su contingencia y su arbitrariedad. Reúne aquello que en lo absoluto, el del pensamiento, no habría sido reunido. No es por principio o a priori que lo concreto es lo que es. En cierto modo es fortuito, en tanto que fenómeno. Siempre podemos racionalizar su existencia pero sería únicamente para reconfortarnos y procurarnos buena conciencia.

No, lo concreto no tiene una razón para ocurrir, al menos no una razón fundamental. Lo explicamos únicamente por la reunión de circunstancias, por medio de alguna causa eficiente. Ir más lejos intentando una teleología cualquiera sería aventurado. Sin embargo, arriesgarse a verificar nuestras hipótesis en relación con la existencia de lo concreto y singular, muy alejado del universal concreto teórico segregado desde el interior, nos parece un reflejo proveniente de una gran sabiduría. Y no porque ese concreto sea más real. Si es más real, es únicamente porque nos damos cuenta de que se nos escapa. Lo concreto, la materia, tiene como primera virtud recordarnos nuestra propia finitud, obligar a nuestro pensamiento a modelarse y no lanzarse en caída libre. Es en ese momento cuando lo concreto es bien concreto, y no  un fantasma de un espíritu angustiado que busca a toda costa un lugar para reconfortarse. Es la puesta a prueba del pensamiento.

6. Identificar les presupuestos

La realidad de un discurso está en su unidad, nos dice Platón. Su unidad es a menudo su origen, objetivo o subjetivo. El origen subjetivo de un discurso es su intención, la razón por la cual ha sido pronunciado, lo que pretende llevar a cabo: responder, mostrar, demostrar. Pero a menudo el discurso no es consciente de su propia naturaleza, de su intención; no sabría autocalificarse. La mayor parte del tiempo no aparece sino como reacción: no hace más que expresar una sensación que nos invade, mencionar una idea particular que atraviesa el espíritu sin preocuparse de su propósito, o buscar la defensa, la justificación. Tendría dificultades para determinar su motivación. Podría recurrir a expresiones vagas o laxas como “reaccionar”, “expresarse”, “tener ganas de decir”, etc. Simplemente habla. O, en todo caso, eso cree.

El origen objetivo es, primero, la matriz de pensamiento a partir de la cual una idea es emitida, la “escuela filosófica” a la que pertenece. Por ejemplo: “el interés por el placer” que se trasluce en un discurso, aunque ese término no se mencione. Y también es el principio que sustenta esa idea. La pretensión lógica y demostrativa de una argumentación sería un principio de ese tipo. De una manera más simple y menos filosóficamente comprometida para algunos, podría ser también una idea específica, no articulada, concebida por el oyente como preámbulo, no declarado, a una idea enunciada. Eso implícito se puede interpretar como un presupuesto del pensamiento en cuestión. Por ejemplo cuando afirmo que “Iré sin falta a esa cita”, pretendo conocer sin darme cuenta por adelantado el estatus del mundo, predecir el futuro e ignorar la muerte; si no diría simplemente que “haré todo lo que pueda por ir”. O añadiría ¡Inshallah! como dicen los musulmanes. (N de la T: Es nuestro ¡Ojalá!)

El problema que se plantea en la identificación de presupuestos es el de determinar lo que condiciona el juicio. Tomamos el juicio como el hecho de atribuir predicados a un sujeto o de subsumir algo particular en lo universal. Se trata pues de identificar los contenidos de una proposición, explícitos o implícitos, sin hacerle decir aquello que no dice. El lo que Kant llama juicio analítico. Según él, un juicio de ese tipo no añade nada nuevo a la cuestión tratada, no aporta ningún concepto nuevo, se trata solamente de descomponer por análisis lo dado en la proposición o en el concepto inicial, para sacar a la luz diversos predicados que hasta ahí estaban “pensados en él”, pero de manera confusa. Tomemos el ejemplo de Kant: el triángulo. Puedo afirmar de manera analítica que tiene tres ángulos, puesto que la idea misma está contenida en el término “triangulo”, sin que como idea esté explicitada. Pero puedo también de manera más implícita, por razonamiento, extraer la idea de que tiene tres lados o que la suma de estos tres ángulos es de ciento noventa grados. Kant introduce aquí el concepto de juicio sintético a priori, en la medida en que se puede emitir ese juicio sin recurrir a informaciones empíricas ”exteriores”, utilizando únicamente las operaciones de la razón con el fin de obtener nuevos conocimientos. Sin entrar en esas finas distinciones, no siempre claramente determinadas, partamos del principio de que el hecho de identificar los presupuestos implica determinar la matriz intelectual a partir de la cual un enunciado es articulado, implica clarificar y explicitar los conceptos que estructura y engendran un pensamiento.

En la medida en que la práctica filosófica no proviene de una estricta lógica formal, determinada por relaciones de pura necesidad, esta explicitación puede ciertamente remitirnos a lo necesario pero también a lo probable. Aunque sin embargo se trata de distinguir entre ambos casos a la hora de emitir este juicio. Por ejemplo, si utilizamos el principio de que toda afirmación es una negación, podremos pensar que la persona que se guía por el valor A no se guía por el valor B o C, y que de algún modo los rechaza. Evidentemente, se podrá objetar que B y C podrían, en términos absolutos, ser también una elección, por ejemplo en un momento posterior, puesto que no están explícitamente descartados. Sin embargo, no han sido B o C los valores convocados en la afirmación en cuestión, sino A. Tenemos que confiar en lo “dicho” y por ello suponer que lo que aparece es lo que es. Por el principio de parsimonia, es aconsejable evitar en la medida de lo posible los “lo que podría haber sido dicho”, “lo que podría ser”. Si no, caemos en el error de la hipótesis gratuita. Este error, tan corriente, nos remite al miedo al error que Hegel denuncia como el primero de los errores. Ya que si suponemos que únicamente lo “necesario” autoriza el juicio y que “no necesariamente” es una objeción de recibo, buen número de juicios pertinentes serán eliminados, siendo éstos de sentido común. De este modo si una persona enuncia la declaración según la cual “no hay que hacer daño al prójimo”, puedo concluir que esta persona mantiene una visión moral de las cosas. Pero se podrá objetar que este hablante le preocupa el simple hecho de conservar una buena reputación, que lo que le anima es más un interés por ser reconocido. Ciertamente, es innegable. Esta posibilidad no podría ser categóricamente negada, pero puesto que nada indica una preocupación de ese tipo en su declaración, el juicio debe basarse sobre lo dado, sobre lo que “vemos”, ni más ni menos. Hasta que no tengamos una mayor información, que quizás pueda cambiar la situación.

Hay otra precisión que merece ser mencionada. Como ya hemos dicho con anterioridad, identificar los presupuestos implica distinguir la matriz conceptual a partir de la cual se emite un discurso. Pero hay una técnica retórica habitual en el discurso que consiste en enunciar conceptos a la vez que se niegan. Por ejemplo, tomemos las expresiones “No es un problema moral” o bien “No lo hago porque me convenga”. En el primer caso el autor anuncia una visión moral de las cosas, en la segunda una visión “instrumentalista”, “utilitaria” (véase “egocéntrico”). Se podrá objetar a estas observaciones que en los dos casos el concepto es negado, es decir, es implícitamente criticado puesto que es rechazado. Responderemos que, a pesar de todo, el concepto estructura la frase, la funda, le da su sentido, lo que implica que constituye su sustancia. Poco importa la relación que mantiene con ese concepto, éste ocupa su pensamiento y lo articula, lo que hace de él un concepto fundador, lo que hace de la matriz de ese concepto un presupuesto del pensamiento en cuestión. Podríamos enunciar de otro modo: este concepto determina el registro del discurso, su tonalidad, y por ello su sustancia. El ateo que se pelea con Dios le hace existir. El justiciero que se pelea por la igualdad de todos se preocupa del poder. No podemos escapar a nuestras acciones y a nuestras palabras, poco importan las contorsiones que hagamos.

7. Interpretar  

 Uno de los obstáculos, cuando queremos identificar los presupuestos, es el de la subjetividad: puesto que en el juicio analítico pretendemos ser objetivos, es necesario no añadir nada de nuestra cosecha. Y, sin embargo, no habría razón para rehusar a priori la aportación de la subjetividad, una aportación conceptual de la cual se hace cargo el juicio sintético. El único problema consiste en determinar en qué medida esta aportación subjetiva es arbitraria e infundada, o en qué medida correspondería al sentido común a pesar de su particularidad. En esto reside el problema de la interpretación. Puesto que se trata de explicar, de dar sentido, de traducir, de hacerlo comprensible, necesariamente habrá que añadir conceptos, a riesgo de imponer al contenido una cierta inflexión en el sentido, y asumiendo que los términos diferentes no son equivalentes. Como cuando un actor representa su papel de un modo específico que le es propio, con un cierto estilo, dando cuerpo al texto del autor; o cuando el músico interpreta una pieza musical traduciendo, a su manera, el pensamiento, los sentimientos o las intenciones del compositor. En psicología, el verbo interpretar tiene un cariz claramente más negativo, puesto que significa “atribuir un significado deformado o erróneo a un hecho real o a un suceso”, dándole así una connotación negativa que está bastante extendida.

Aunque nuestra intención es darle a la interpretación una legitimidad intelectual, debemos cuidarnos de cualquier abuso. Y es que, lo queramos o no, intentaremos, inconscientemente (pues la fuerza de la subjetividad se impone), acercarnos a la línea roja y atribuirle a un discurso lo que no le pertenece. Se trata de asumir ese riesgo, sin el cual no osaríamos pensar. Algunos creen salir del problema demonizando la interpretación y pretendiendo no interpretar, o no juzgar, cayendo en una pretensión absurda. Por una parte, si verdaderamente actúan así, dejan de pensar, porque tanto el juicio como la interpretación son necesarios para el pensamiento, en la medida en que esas facultades nos invitan a evaluar el discurso que escuchamos; sin ellos lo único que hacemos es oír palabras y quedarnos en la dimensión puramente fáctica de su sentido. Por otra parte, estaríamos ante una mentira: nos estaríamos engañando para tener buena conciencia, ya que es prácticamente imposible no juzgar, especialmente cuando pretendemos no juzgar. Entre otras cosas, porque la prohibición del juicio es una contradicción en sí misma. Desterrar el juicio es un juicio radical con implicaciones llenas de presupuestos intelectuales y morales. Todo lo más que podemos hacer es intentar suspender momentáneamente el juicio, o bien intentar separar aquello que constituye la parte del juicio de aquella que recoge lo dado. Dos consignas que exigen un gran trabajo sobre uno mismo, una gran habilidad, y que no se llevan a cabo sin dificultad.

Para interpretar, para tener derecho a identificar un contenido y poder lanzarse a esta actividad, nos encontramos con un presupuesto importante: el discurso no pertenece a nadie, es decir, que pertenece a todo el mundo. Nadie puede jactarse de ser «el verdadero» intérprete de cualquier otro, en especial del de uno mismo o del de algún allegado. Carece de valor el argumento de ser especialista, o el de pretender “conocer realmente” al hablante o su pensamiento y, sobre todo, el que consiste en afirmar un concluyente “¡Yo sé lo que me digo!“. No es que esa condición de proximidad prohíba a esas personas arriesgarse a emitir un juicio; en términos absolutos, estarían en mejor posición para llevar a cabo el análisis, pero la realidad lo desmiente: demasiado a menudo el discurso sirve para defenderse y justificarse, están en juego demasiados intereses. Desde el momento en que hay algo que perder, la palabra se falsea, se falsifica; porque no es ya la palabra la que está en cuestión, sino la persona, un estatus, un poder, una imagen, una posesión, etc. Tendremos a la persona exclamando: “No me comprendes. Lo que quería decir es…”. Y ahí está el problema. No se trata de oír lo que se trataba de decir, sino únicamente de ver lo que ya se ha dicho; y como a menudo al hablante le cuesta reconciliarse con su propia palabra, él es el último en quien habría que confiar para saber lo que ha dicho. Está demasiado en su interior, sumergido en sus intenciones, sus temores, sus negativas, etc. El que lo escucha está, sin duda, en mejor situación para captar el contenido de lo que ha sido dicho. Aunque sólo sea por comparación, porque también podría ocurrir que él mismo esté demasiado implicado con lo que ha expresado, por lo que dejaría de estar en disposición de ver e identificar mejor los presupuestos. Y así mismo tenemos que si un hablante tiene suficiente distancia con respecto de sí mismo puede, ciertamente, verse pensar; esto es a lo que llamamos filosofar.

Platón, para el que pensar es dialogar con uno mismo, nos invita a llevar a cabo el proceso anagógico sobre un discurso (remontar hasta alcanzar lo originario de éste) como ideal regulador de la interpretación. Ir tan lejos como podamos, identificar la unidad o la esencia del discurso. Lo que, por cierto, nos acerca a la identificación de los presupuestos. Ir a ese lugar del inconsciente conceptual, filosófico, el crisol en el que las elecciones cruciales se han efectuado, en el que se han tomado las opciones determinantes del pensamiento. En este retorno a lo originario, en esta excavación arqueológica del saber, nos encontraremos con nuestra verdadera imagen. Retorno que constituye la condición sine qua non de toda deliberación intelectual o espiritual digna de ese nombre. Este paso al infinito, esta puesta a prueba por la vía de la simplicidad, es una ascesis nada fácil. Preferimos sumergirnos en la expresión de nuestros sentimientos y en la demostración de nuestra erudición.

La mayoría de los diálogos se dan bajo el pacto de no aventurarse en esas regiones peligrosas, demasiado cerca de la intimidad del ser. En caso contrario, dada nuestra susceptibilidad, es la guerra, campo abonado para la enemistad y para las interpretaciones abusivas y aventuradas en las que se trata sobre todo de hacer daño al otro. Teatro de la crueldad ése que consiste en decir realmente lo que se piensa, en ir hasta el final de lo que se piensa. Violencia inadmisible entre amigos, comportamiento que contraviene las buenas costumbres. Pero es, sin embargo, esta violencia, esta crueldad, la que anida en el corazón del acto socrático de parir las almas. No se trata de contentarse únicamente con el parto de magníficos bebés, también hay que parir pequeños monstruos, porque están ahí, tienen todo el derecho a vivir, aunque sólo sea para sacrificarlos.

La reformulación es un acercamiento interesante a la interpretación. También es puede llamar ejercicio de parafrasear: decir una cosa con otras palabras con las que ha sido ya expresado. Ahora bien, si es difícil reformular una idea, más difícil es evaluar una reformulación. Porque si nuestras palabras nos son habituales, si nuestro léxico nos es familiar, no es así con el de los demás. Una evaluación tal significa un verdadero ejercicio para el pensamiento, entre el rigor y la flexibilidad. Es por esto por lo que algunos enseñantes prefieren la repetición a la reformulación: es una tarea sin riesgo y menos esforzada. Lo malo de la repetición es que no se sabe si el alumno ha comprendido, ni en qué medida el sentido ha sido interiorizado. Con la excusa de la prudencia, se privilegia una aproximación formal. Lo cierto es que poner en relación un texto y la reformulación que haya hecho otra persona implica una gimnasia intelectual que está lejos de ser evidente. Porque la reformulación propuesta habrá podido contemplar un ángulo que nos sorprende, podrá haber sido expresada en términos inesperados en los que la elección de lo esencial, el rechazo de lo accidental, no es totalmente igual a la que nosotros hacemos. En cualquier caso, aunque nunca produzcamos una reformulación así, tenemos que examinar en qué medida ésta es aceptable o no. Por retomar la analogía musical, tenemos que escuchar al intérprete tocar la pieza y determinar hasta qué punto su ejecución es fiel a la obra, por mucho que no la entendamos así, por mucho que no nos guste, aunque sólo sea por la sorpresa que nos provoca. Esto no debería implicar caer en la trampa del relativismo, donde “todo vale”, donde prima una falsa “libertad de conciencia intelectual”, ya que la traición es también una realidad. Podemos malinterpretar, subinterpretar o sobreinterpretar, y estos términos tienen un valor real. Podemos otorgarle a un pensamiento un sentido que está demasiado alejado del inicial, omitir ciertos aspectos esenciales que hacen de la reformulación algo insustancial, o exacerbar de manera exagerada ciertos aspectos que falsean lo dado. Interpretar es un arte, y éste es el único garante de la comprensión. Hay que traducir para comprender, pero toda traducción es, de hecho, una traición: “traductor, traidor”. Responderemos ante tal sospecha invocando la consciencia de la imperfección como garante de la comprensión. Y vale lo mismo para comprenderse a uno mismo que para comprender a los demás.

CAPÍTULO 4 – COMPETENCIA FILOSÓFICA: CONCEPTUALIZAR

1. El concepto

El concepto -o la conceptualización- resulta ser un término misterioso, y sin embargo característico del filosofar, esencial para su actividad. Lo utilizamos como herramienta, nos referimos a él como criterio, a pesar de no tratar de definir lo que es o identificar con precisión su función, al menos no de manera suficiente. En la enseñanza de la filosofía no se hace ningún esfuerzo para desarrollar una práctica de su uso: lo que se podrían llamar ejercicios o un aprendizaje de la conceptualización. Como mucho éste se limita al ejercicio de la definición. Y esto por una primera razón, habitual y limitativa del filosofar: las tesis filosóficas chocan con la noción misma de concepto. ¿Qué distingue al concepto de la idea, la noción, la opinión, el tema, la categoría, etc.? Para empezar, preguntémonos sobre  el interés o la utilidad de hacer este tipo de matices o distinciones. Para algunos, la especificidad del concepto radica en una cierta pretensión de objetividad, de universalidad. ¿Hasta qué punto este término está a la altura de este atributo específico o de las pretensiones generales que se le atribuyen?

Así, y para evitar disputas sobre heterodoxia tan comunes en filosofía, apliquemos el minimalismo para afirmar que el concepto resulta ser algo que uno utiliza intuitivamente, un término que estructura nuestra mente: una especie de palabra clave, ya que es la que abre y cierra las puertas y los cofres del pensamiento. Ciertamente, haciendo esto, evitando teorizar demasiado sobre el asunto, también evitaremos el riesgo de articular su «verdadera» naturaleza. «Verdadera», al menos en la mente de aquél al que se le supone la función de introducir a los estudiantes al enfoque de la filosofía, para el cual la definición de los conceptos empleados constituye todo un clásico; nosotros preferimos la coherencia o la claridad del uso a la definición, sin por ello excluirla. Andadura ésta que, si bien puede ahorrarse el andar tomándole las medidas al concepto “concepto”, difícilmente puede llevarse a cabo sin conceptos. Tal vez  la naturaleza particular del concepto se articule precisamente en esta brecha entre la definición y el uso. De hecho, siguiendo el lenguaje común, uno «encuentra» o «tiene» una idea, así como «tiene» nociones, pero uno «inventa» y «utiliza» un concepto. Vemos que el concepto es de manera natural una herramienta, un instrumento de pensamiento, una invención, como la del ingeniero. Si la idea es una representación y la noción es un conocimiento, el concepto es un operador. Y vamos a identificar y evaluar el concepto a la luz de esta operatividad.

¿Qué hay de la universalidad del concepto? ¿Son los conceptos específicos o generales? ¿Pertenecen a un autor, como el concepto de “noúmeno”, específicamente atribuible a Kant? ¿O caen bajo la jurisdicción del sentido común, como el concepto de «justicia», que parece emerger de los albores del tiempo? Podemos oponer estos dos tipos de conceptos, pero también podemos decir que son inseparables. Si el primero es más peculiar y menos frecuente, encuentra su significado y la prueba de su operatividad en el eco que le ofrece sentido común. De hecho, en el caso de “noúmeno”, es fácil admitir o imaginar que toda entidad determinada está dotada de una especie de interioridad. El segundo, la justicia, a pesar de su banalidad actual, es el producto de una génesis y una historia que, desde una intuición común, han generado dos sentidos: la institución y la legalidad por un lado, y el principio y la legitimidad por otro.

Sin embargo, para vincular los dos atributos del concepto, la universalidad y la función, proponemos la siguiente hipótesis: la universalidad de un concepto está determinada por su eficacia, por la posibilidad de su uso y por su utilidad. En otras palabras, si el concepto ha de ser claro para ser un concepto, su utilidad debe ser manifiesta, de lo contrario sólo será formal. Por lo tanto, habrá que evitar los matices ad infinitum de las definiciones, en cuya búsqueda no vemos un verdadero interés. Como una función matemática, un concepto debe resolver un problema, no existe porque sí, no es su propio fin. Si no puede ahorrarse ser preciso, mucho menos puede ahorrarse ser aplicable. Por singular que sea, su operatividad le otorgará un estatus de universalidad. Así, una receta simple para hacerle emerger desde la práctica empírica donde todo se hace caso por caso será intentar conceptualizar la acción o el pensamiento en particular. Es decir que abstraeremos lo que es esencial y común a los diversos casos posibles. Se tratará, por tanto, de salir de la narración, la opinión y lo concreto para entrar en el análisis.

 

2. Funciones del concepto

Existen diferentes modalidades o formas de actividad conceptual. Sin duda es posible crear un concepto, y en ello reconoceremos a un gran filósofo, como propone Deleuze. Pero también se puede reconocer un concepto, es decir, identificar un concepto ya establecido, convocarlo. Se puede también definir un concepto, algo que para muchos filósofos y profesores es el preámbulo de cualquier disertación o trabajo teórico. Pero de una manera más intuitiva, se puede también utilizar un concepto, que sigue siendo una actividad conceptual, aunque en un modo menos analítico.

Proponemos tres tipos de actividades relacionadas con el concepto:

— Conocer los conceptos generados y aprobados por la tradición filosófica. Se trata de conocer y utilizar conceptos reconocidos y referenciales, que se presentan en tanto que conceptos, con todo el crédito que se les otorga de entrada. Estos conceptos pueden ser generales o específicos. Para conocer es pues necesario aprender, es decir adquirir, guardar en la memoria. También es necesario definir, es decir precisar, explicar la naturaleza del concepto. Conocimiento que, claro, determina la capacidad de utilizar el concepto. Nos encontramos aquí con un gran escollo clásico: el aprendizaje de conceptos sin aprender a usarlos. La restricción al simple enunciado  o a realizar una definición es una acción que no lleva a una apropiación real del concepto.

— Reconocer un concepto general. Se trata de reconocer un concepto utilizado cuando aparece, sin que aparezca explícitamente como tal. La semilla de un concepto es una intuición que todavía no ha sido formulada pero que apunta vigorosamente hacia un término por venir. Poder identificar un concepto cuando encuentras uno. Aquí surge muy a menudo el problema de la abstracción: el miedo a la abstracción, acompañado de la incapacidad de percibir esta abstracción cuando aparece. Algunos hacen de ello todo un posicionamiento: se niegan a ver la abstracción. El concepto deja de ser concepto y éste es relegado a la simple articulación de un caso particular. Se le priva de su operatividad general. Privado de su universalidad, se queda en un caso específico, casi concreto.

— Crear un concepto específico. Tratamos aquí la cuestión de articular un concepto para resolver un problema de pensamiento. El término usado puede ser un término común en su acepción habitual, un término desviado de su sentido, o un neologismo. Lo importante es reconocer el uso específico que se hace de él, porque a menudo el concepto surgirá de una manera bastante intuitiva.

En la enseñanza tradicional de la filosofía, el aprendizaje de los conceptos clásicos es el único aspecto de la conceptualización que está sistematizado. A través de los cursos del profesor y los textos estudiados, el alumno tendrá que asimilar un cierto número de conceptos de los que se apropiará más o menos. Así, en el ejercicio académico clave de la disertación, deberá demostrar que ha retenido un cierto número de ellos, no simplemente citando, sino utilizándolos de una manera apropiada que demuestre comprensión y control. No obstante, in fine, se le pide principalmente que elabore sobre un tema determinado un pensamiento construido a partir de sus propias ideas, es decir, que aporte un cierto número de conceptos que le pertenezcan, junto a los que deberá articular ciertos elementos del curso, articulando así un conjunto coherente. Pero ninguna práctica, ningún ejercicio, ningún curso le habrá llevado a la necesaria maestría de su propio pensamiento. Por una parte tendrá su cultura personal, por otra parte habrá visto y oído al profesor realizar ciertos gestos, pero él no se habrá ejercitado nunca en clase. La única vez que habrá practicado ese arte será con ocasión de los pocos ensayos que realice solo, durante un examen o en casa. A modo de consejo, el profesor le hará algún comentario garabateado en su copia. En otras palabras, sólo la primera parte de nuestro tríptico resulta ser verdaderamente objeto del curso: la definición. Y además sólo a nivel teórico, no en la práctica.

3. Reconocer el concepto

Creemos que la cuestión crucial más inmediata a tratar es la segunda parte mencionada: reconocer el concepto que se utiliza intuitivamente, en su condición de operador del pensamiento. Pensar una silla tras otra hace imposible cualquier aproximación científica, porque tal funcionamiento es la negación de cualquier universalidad, o al menos de cualquier generalización. El enfoque científico siempre presupone alguna forma de unidad: captar la totalidad en sus principios reguladores. Pero esta universalidad o generalización, proceso que nos permite captar el universo, es un producto del espíritu: una construcción, una intuición, un razonamiento, etc. Esta silla en particular, puedo tocarla, verla, sentarme en ella, etc. Los sentidos sirven como punto de partida, como herramienta de información inicial, y como herramienta para verificar lo que ha sido enunciado. En el plano de lo concreto, en última instancia, no necesito la palabra para expresar mi pensamiento: puedo señalar con el dedo. Cuando el concepto (o idea) de silla, es privado de tales elementos demostrativos, nos basamos en un acuerdo tácito: se supone que el otro sabe de lo que estoy hablando, sin posibilidad inmediata de mostrar y comprobar empíricamente.

Sin embargo, el concepto conocido encuentra algunos obstáculos. Primer tipo de problema: el caso límite. ¿Tal objeto o fenómeno se aplica a la denominación? ¿El tronco del árbol en el que me siento es una silla o no? ¿Y una caja de madera? Esta situación nos obliga a reconocer que la silla no es un objeto particular, y no es una evidencia: es un producto de la mente, que como cualquier producto de la mente tiene límites. En este caso oscilamos entre reconocer y crear: enfrentarse a los casos límite nos obliga a precisar el concepto, a sacarlo de su estatus de pura intuición, a conceptualizarlo aún más. Por ejemplo: ¿La silla está definida por su forma o por su función? Dependiendo del caso, si una silla es definida por su utilidad, entonces sentarse en un tronco convierte el tronco en una silla. Si se define por su forma, y esta forma requiere patas y un respaldo, entonces el tronco no es una silla. La operatividad reside, en este caso, en una función o en una forma, o en ambas juntas. Esta precisión es lo que podría distinguir una idea de un concepto, estableciendo el principio de que la idea es más general o más subjetiva que el concepto. A pesar de esta distinción, la exigencia de definición, tan inherente y necesaria a la idea, nos acerca enormemente al concepto. Propongamos la siguiente hipótesis, con el fin de distinguir el concepto de la idea. La idea tiene que ver más bien con una entidad general. Se refiere más bien a un en-sí, mientras que el concepto es más bien una función, o una relación. Así como la idea se atiene a la intuición, el concepto se interesa por el uso y la definición, ya que definir una cosa implica necesariamente una relación con otras cosas.

Aunque reconocemos que esta distinción puede ser muy frágil, también hace que sea posible reflexionar sobre el estatus del objeto del pensamiento. Para evitar una excesiva teorización, del concepto o de otra cosa, planteémonos la pregunta ¿Qué es lo que esto cambia? En la presente reflexión, nos parece importante una primera distinción. ¿Se trata de definir primero y después hacer uso, o es posible, o incluso preferible, utilizar y después definir? La primera hipótesis está habitualmente entre los consejos dados a los estudiantes para ayudarles a disertar. Pero hacer lo contrario constituye una práctica igualmente válida. Por cierto que esta elección crucial opone a Aristóteles, partidario de la definición inicial, y a Platón, partidario de trabajar sobre el problema. El presupuesto de que la definición vaya primero implica conocer de antemano las ideas utilizadas y luego componerlas entre ellas, a riesgo de congelar el pensamiento. Este presupuesto se opone al de proceder por hipótesis generales sucesivas y así hacer surgir los conceptos o ideas utilizados. En el primer esquema, puede que el alumno proponga algunos primeros conceptos, pero después no necesariamente buscará analizar con cuidado su trabajo tratando de percibir los conceptos generados por el flujo de la escritura. Conceptos éstos tan importantes como los primeros, conceptos que probablemente modificarían, incluso contradirían, los primeros enunciados. Por eso proponemos trabajar sobre el principio del «reconocimiento del concepto». No se trata de reivindicar la primacía de un método, sino de considerar diferentes posibilidades, con sus diversas ventajas, en el plano filosófico y el pedagógico. Especialmente porque algunos estudiantes se sentirán más confiados con un camino que con otro, facilitándose la propia construcción de pensamiento. Algunos preferirán partir de un movimiento general, arriesgándose a la imprecisión, otros lo harán de ladrillos bien definidos, arriesgándose a la rigidez.

4. Uso del concepto

El concepto debe ser reconocible. Por su definición, pero sobre todo por el uso que se haga de él. Tiene que permitir, por ejemplo, resolver un problema, responder a una pregunta. Sobre todo, debe poder establecer vínculos; esa es su operación principal. El concepto de «vaso» liga a todos los vasos entre sí, a pesar de sus muchas diferencias. También debe vincular dos términos de orden diferentes entre ellos. Por ejemplo, el concepto de vaso conecta el beber con el agua, en tanto que es un medio para beber agua. Esta idea de relación corresponde a un razonamiento totalmente ordinario. Pero una buena parte del trabajo de la enseñanza filosófica es hacer al alumno consciente de lo ordinario, convirtiéndolo en especial, dándole un sentido más allá de lo obvio. Esto es lo que caracteriza el concepto y la conceptualización. ¿Cuál es la conexión entre vaso y agua? El vaso contiene el agua. Más allá de la respuesta intuitiva, se trata de darse cuenta de que se ha hecho intervenir un nuevo concepto: contener. Entre los diferentes vasos, se trata de otra función, es otro tipo de vínculo: la generalidad, o la abstracción, la categorización que agrupa entidades de cualidades similares, más que la operación de relación, causal o de otra índole. Tal vez tengamos aquí una nueva posibilidad de distinguir entre la idea, cercana a la categoría, y el concepto. No obstante también se trata de una operación, aunque más cualitativa que funcional. Esta segunda operación presenta otro tipo de dificultad. «¿Qué hace que dos cosas sean parecidas o no?» o «¿Qué predicados comparten dos entidades?» se distinguen de «¿Cuál es la interacción que conecta dos objetos o dos ideas?».

A partir de ahí, cierto número de ejercicios aparecen. ¿Qué hay en común entre A y B? ¿Cuál es la relación entre A y B? ¿Cuáles son los conceptos utilizados que dan sentido a una frase concreta? Nos daremos cuenta de que la creación de un vínculo es difícil. La tendencia natural es la de mantener a cada idea en su rincón, en su aislamiento intelectual, en su singularidad empírica o ideal. Esa expresión común y corriente: «¡no tiene nada que ver!» es una de sus manifestaciones más llamativas. El «se trata de otra cosa», que pospone sine die  la resolución del problema o la elaboración del pensamiento. Es un síntoma coherente con el precedente, a pesar de ser su opuesto formal. Las ideas estarían ligadas entre ellas sin ninguna consideración lógica o sustancial, sin articular el vínculo con precisión, sin ponerlo a prueba. Las ideas están totalmente aisladas o agrupadas artificialmente, igual que en la lista de la compra.  La doxa filosófica cae fácilmente en lo mismo, por una extrema preocupación por la precisión ligada a la deformación de la definición, preocupación que a menudo prima sobre todo lo demás.

La dificultad está en poder concebir que el concepto es sólo una herramienta, de naturaleza fluida, que aparecerá explícitamente, o no, en el producto terminado. Y en cualquier caso, ser capaz de identificarlo y clarificar su significado para explicar su uso. Si el concepto aparece en una frase, se trata simplemente de reconocer la palabra clave en torno a la cual se articula la proposición en cuestión. Sopesar su sentido y las consecuencias. Ver la novedad que aporta y preguntarse a qué responde. Si afirma, si responde a algo, el concepto es necesariamente alguna forma de negación. Entonces preguntemos lo que niega, lo que rechaza, lo que dice rectificar. Para ello es interesante utilizar el principio de los opuestos. ¿Qué pasaría si ese concepto no estuviera ahí? ¿Qué es lo que niega? ¿Qué rechaza? ¿Qué esconde? Se trata, por tanto, de desvelar los desafíos que subyacen tras este concepto específico, cosa que permite a la vez entender mejor lo que se está diciendo y cambiar el concepto si, una vez puesto a prueba su significado, éste pareciera de repente inadecuado.
Cabe que el concepto no aparezca en la proposición. Se trata  entonces de expresarlo para poder calificar a esta última. Sin descartar la posibilidad de articular el concepto en una proposición complementaria, si lo vemos necesario. O utilizar su articulación para formular un nuevo problema. Para formular el concepto no dicho, el principio de los opuestos es también útil. ¿A qué responde esta proposición? ¿Con qué nos desafía esta proposición y a qué responde? ¿Cómo se oponen entre sí sus respectivas calificaciones? Invariablemente, dado que estamos operando aquí en el meta-nivel del pensamiento, deberíamos encontrarnos con las grandes antinomias de la filosofía: singular y universal, subjetivo y objetivo, finito e infinito, noúmeno y fenómeno, etc. Remitimos al lector a la parte última del libro que versa sobre las antinomias.

Una de las dificultades habituales en este tipo de ejercicio -debida probablemente a las tendencias relativistas y consensualistas de nuestro tiempo- es el rechazo a percibir opuestos. En una relación entre dos propuestas, vemos que se da «otra cosa», algo «complementario», una «precisión», pero más difícilmente una oposición. Ante la antinomia entre lo singular y lo universal, que serviría para distinguir una propuesta general de un caso concreto y específico, muchos vacilan en hablar de oposición y prefieren utilizar los términos mencionados. No sería un problema si no fuera porque lo que se juega en la proposición deja de expresarse, las consecuencias desaparecen; el eje conceptual no está claramente planteado.

Otra forma clásica en la que el alumno intentará escapar de la oposición es con el «más y menos». Llegará a decir que la primera proposición es concreta y la segunda menos concreta. Pero con ello se niega a calificar realmente la segunda: la caracteriza por defecto, negativamente. Sin embargo, el significado del concepto «concreto» que está usando varía dependiendo de si utiliza como opuesto «universal», «abstracto», «indefinido» o «general». Por lo tanto, se trata de rehuir el uso del  «más y menos» para calificar el concepto de una manera más específica. La mesa cuadrada no es «menos redonda» que la mesa redonda: es cuadrada. Se trata de  entender que el uso de los opuestos, en la elección de la pareja específica que le corresponde, permite precisar el pensamiento y ponerlo a prueba. Este tipo de ejercicio ayuda a un concepto determinado a salir de su estatus de evidencia, poniéndolo de relieve gracias a su opuesto. Tomemos un ejemplo: una alumna sugiere que una proposición general sea calificada como «universal», y después de varias vacilaciones, califica a la que se le opone, más concreta, como «natural». Cuando se le pregunta, ella propone como opuesto de «natural»: «artificial». ¿Lo universal es pues artificial? Ella rechaza esta  consecuencia y entonces sustituye «natural» por «individual». También podría haber asumido una nueva antinomia,  por ejemplo «natural y artificial», en la medida en que hubiera podido dar cuenta de ella.  Así, gracias al principio de los opuestos, la connotación se articula, permitiendo clarificar el concepto y avanzar detenidamente en la reflexión, o incluso plantear nuevos problemas. En este ejemplo concreto, el alumno formula una proposición calificada de «universal» y una de «particular», estableciendo un vínculo entre ambos, lo que permite también la posibilidad de poner a prueba la proposición «universal». Todo esto de una manera consciente y explícita, en lugar de vaga, intuitiva e implícita.

Otro obstáculo habitual en este tipo de ejercicio es el rechazo a trabajar en la intensificación. El extenderse parece generalmente más confortable y genera menos ansiedad. En lugar de analizar una proposición determinada, el estudiante seguramente preferirá añadir palabras, nuevas proposiciones o nuevos ejemplos. Pretendiendo la explicación de la primera proposición. Sin embargo, lo que sigue proviene de otra idea y no explica realmente la primera, o resulta relativamente tautológica, porque repite en otras palabras lo que ya se ha dicho. A veces, casi por casualidad, la idea es realmente explicada, pero será abordando las consecuencias de la idea en lugar de enfrentarse a la idea misma. La razón es simple: las ideas que formulamos nos parecen tan evidentes que no parece necesario detenerse en su estatus, en su significado. Preferimos «avanzar». El estancamiento es demasiado doloroso, preferimos correr. Nos permitiría problematizar mejor nuestro propio pensamiento, pero tal deseo no es muy habitual. La mente encuentra más fácil añadir ideas que trabajar sobre el concepto y la justificación conceptual.

Ciertamente la definición de los conceptos puede ser un ejercicio interesante, pero con demasiada frecuencia se propone como determinación absoluta y fija, lo que hace que el ejercicio sea reductor y limitativo.

5. ¿Aprendizaje o milagro?

La práctica que acabamos de describir debe ser objeto del curso. No podemos esperar que el alumno se entregue, como por milagro, a la conceptualización de su propio pensamiento. Para ello es necesario estar preparados para plantear tales procesos, y no creerse que es el genio irremplazable del maestro, o accidentalmente el del alumno, el que produce el concepto. Se trata de estar preparado para identificar las sutilezas y saber qué hacer con ellas. Tal vez algunos estudiantes, y el propio maestro, accedan de manera natural a la conceptualización, pero sería absurdo creer que es así para la mayoría. Y en el caso de que ya se dé cierta intuición en este campo, obtendremos un gran beneficio en el hecho de conceptualizar la conceptualización. Si bien Mozart no necesitó muchos cursos de solfeo o de composición musical, no es el caso para el común de los mortales. Así que sería presuntuoso pensar que nuestros estudiantes y nosotros podemos pasar sin ello. Y si el concepto se limita a los conceptos establecidos, dentro de la pretendida objetividad o universalidad provista por el genio de su autor, no nos sorprende que los alumnos propongan en sus redacciones un collage de citas más o menos comprendidas y de opiniones hechas. El corazón de una reflexión y el verdadero criterio de evaluación son fundamentalmente la conceptualización y articulación de un pensamiento singular. Así que mejor enseñar su práctica, en lugar de contentarse con la visita al museo.

CAPÍTULO 5 – COMPETENCIA FILOSÓFICA: PROBLEMATIZAR

¿Qué es una problemática? Este término, este concepto, es tan incómodo que periódicamente se elevan voces que solicitan su eliminación pura y simple. Concepto vago, concepto complejo, concepto inasible y sin embargo concepto banalizado, puesto que se entiende y se utiliza hoy en buen número de campos. Puede ser que haya que aceptar esta banalización como la verdad de este concepto -como de todo concepto-, la generalización de su operatividad como garante de la vivacidad de su sustancia, a riesgo de volverse insípida. Al fin y al cabo, ¿por qué lo exclusivo sería una garantía de calidad filosófica? ¿Acaso la genialidad de un concepto no se resume en lo patente de su evidencia, en la medida en que esa evidencia, una vez bautizada, salta a los ojos de todos? ¿Qué es el genio sino una mirada que percibe la simplicidad de un solo golpe de vista? Hasta ese momento, nada era visible, los colores y las formas eran vagos, pero una vez que el dedo señala la cosa, una vez que la nombra, nunca nadie podrá verla como antes. La cosa ha nacido, animada y definida por el concepto que la ha dado a luz. Cuanto más visible es esa cosa, más vivo es el concepto. Sólo por una perversión del pensamiento el concepto admirable sería el que está reservado a una élite sutil e idónea. De este modo, si el concepto de problemática desaparece a los ojos de los espíritus finos, puede que haya que apelar a ese buen sentido compartido de manera universal, para que veamos y admiremos qué hace con él.

1. Dudoso

Lo que es problemático es dudoso, minado por una duda que plantea un problema, una duda que inquieta y que por ello incita al debate. En francés (como en español) el sentido históricamente primero del término «problemática» reposa ahí, sobre esa incertidumbre que nos lleva a vacilar antes de certificar o de utilizar cualquier entidad calificada de problemática. El problema, del griego problema, es lo arrojado delante, el obstáculo que amenaza con hacernos tropezar. En el mejor de los casos atrae la mirada, nos obliga a ralentizar nuestro paso, a hacer un esfuerzo, sea para rodearlo sea para franquearlo. En el peor de los casos nos detiene totalmente, nos paraliza. A partir de Kant, el carácter de lo problemático va a definirse de igual modo que la hipótesis, en oposición a otros dos términos, lo asertórico: lo que es simplemente afirmado, y lo apodíctico, lo demostrado, lo necesario. Entre dos certezas, como son el acto de fe y la demostración, se va a deslizar lo que es incierto, la sombra que engendra la duda. Lo que es problemático proviene del orden de lo posible, remite a la simple hipótesis. Aunque esta hipótesis nos pudiera parecer necesaria o ineludible. Éste es el caso en lo anhipotético, cuya presencia es crucial en la arquitectura platónica: hipótesis cuya presencia es necesaria pero cuya articulación plantea un problema. Hipótesis por excelencia o negación del estatus de hipótesis. Por ejemplo ¿no resulta necesario pensar la unidad del sí-mismo para poder atribuirle un predicado cualquiera? ¿No nos hace falta igualmente postular la unidad del mundo para poder de algún modo hablar de él? Mientras seguimos dudando de la naturaleza de esa unidad. Puesto que si podemos afirmar, inferir, deducir, probar muchas cosas sobre el mundo o sobre el ser, la faja del pensamiento aprieta y molesta cuando se trata de captar o de precisar la unidad. Henos entonces obligados, sin ni siquiera pensarla, sin poder concebirla, a postular esa inasible unidad para poder pensar. Y si nos paramos un instante a cuestionar la legitimidad sobre la cual se funda ese discurso, la apertura de la cosa en sí se ofrece o se impone a nuestra mirada estupefacta. El pretendido postulado retoma entonces su verdadera naturaleza, la de hipótesis. Nos damos cuenta finalmente que hemos tomado opciones, que nos habíamos precipitado tomando partido en una cuestión sombría, por mor de una simple funcionalidad, de una utilidad, porque queríamos avanzar. Riesgo legítimo siempre y cuando se tome con todo conocimiento de causa, siempre que la hibris que lo había apadrinado sea consciente de la transgresión así efectuada. El concepto de universo y de singularidad captura bien como ejemplos (son ejemplos que capturan bien) la naturaleza problemática de los conceptos transcendentales.

2. Anhipotético

Sea el tiempo, el espacio, el ser, la unidad, la libertad, la existencia, la razón o todo concepto fundamental absolutamente necesario para pensar, necesita del espíritu del que la filosofía hace su campo de acción; todo lo que funda el discurso, no sabría cómo escapar a la problematización. Una problematización no concebida como acción exterior y contingente, sino concebida como sustancia vital y constitutiva del concepto en sí mismo y del pensamiento que lo sustenta. Porque por muy «evidente» que sea para nosotros el menor término trascendental, su naturaleza indecisa, ambigua o contradictoria nos obliga a soltar cuando creemos agarrarlo firmemente por una operación cualquiera del pensamiento. Siempre es posible hacer que una proposición sea problemática, en la medida en que toda proposición articula necesariamente una relación determinada entre dos términos. Ya que si es posible articular un primer término en relación con un segundo, también es posible comprometerle en una relación con un tercer término, véase un cuarto, y así sucesivamente, proceso éste más o menos finito y determinado que hace de la aprehensión de las cosas algo movedizo. Pero hay términos, o conceptos que, más que otros, parecen en sí mismos contener una especie de alteridad, ya no extrínseca, en la relación, sino intrínseca. Poseen una potencia manifiesta de pensamiento. Se les puede llamar conceptos fundadores, o conceptos límite, según si lo que hacemos es inaugurar con ellos el proceso de pensamiento o si ese proceso encuentra en ellos su término, su conclusión, lo que en general viene a ser lo mismo. Esos conceptos fundadores son decretados anhipotéticos: su sentido remite a hipótesis inarticulables pero necesarias, un incondicionado que condiciona el pensamiento. Naturalmente, las proposiciones que conciernen a esos conceptos toman la forma de paradojas: esos conceptos atraen la formulación de preguntas, generan contradicción y antinomia. ¡Cuántas preguntas y proposiciones contradictorias no habrán sido formuladas sobre lo uno y lo múltiple, sobre lo finito y lo infinito, sobre la libertad y la necesidad, sobre lo discreto y lo continuo, sobre el ser y el no-ser! Tantas parejas en las que cada miembro conserva un prestigio sin igual, oposición en la que no sabríamos aislar los términos sin que por ello nuestra razón no pueda acordarles alguna realidad «concreta». Henos obligados a concederles un rol primordial, y por ello una esencia o una existencia, pero nos vemos ante la dificultad de definirlos de otro modo que no sea por el ridículo de una tautología. El ser es el ser. La unidad es la unidad. Y aún así, no es seguro que haciendo entrar a cualquiera de esos conceptos en relación consigo mismo, no estemos ofreciendo una transgresión característica.

3. Conjunto de preguntas

Resulta ser problemático aquello que nos escapa, pero no impide que le otorguemos una realidad a esa presa escurridiza. Sin lo cual ¿cómo podría escapársenos? Con respecto a esto, no osaremos afirmar ni probar nada. Nos vemos obligados a plantear preguntas. Nos vemos obligados a articular paradojas. Toda afirmación avanzará bajo las horcas caudinas de las condiciones, bajo la cobertura del modo condicional, formalismo que reenviará necesariamente a circunstancias, especificaciones y determinaciones; reduccionismo necesario, mal menor cuya naturaleza no debería pasarnos desapercibida. Deberemos progresar por un camino del que sabemos positivamente que no es más que el anverso de la verdad, aunque también sea su lugar. Reversibilidad de una realidad que no toma sentido más que en la medida en que sabemos que es descabellada. Lo incondicional es afirmado, y no puede ser fundamentado. Lo condicional es fundamentado, y no puede ser afirmado.

Por esta razón, llegamos al tercer sentido de “problemática”, derivado de modo natural de los dos primeros. Después de lo dudoso y lo hipotético, la problemática es el conjunto de preguntas planteadas por una situación o una proposición particular. Conjunto que fácilmente puede verse resumido por una de las preguntas particulares, considerada más esencial, y que se supone captura la generalidad de la situación dada. Puede ser también el conjunto de las sub-preguntas de una pregunta dada, ese conjunto llamado problemática de la primera pregunta, o sobreentendido por ella. Ciertamente, el término de «problemática» podría de alguna manera verse remplazado por el de «pregunta», en la medida en que un conjunto de preguntas puede ser resumido por una pregunta; en la medida en que algo que plantea problema a la razón, como es el caso de la paradoja, puede también remplazarse por una pregunta. En cualquier caso, incluso cuando todo esto se reduce a un asunto de formas, parece que la cuestión de la forma no está precisamente privada de sustancia. La distinción entre unidad y multiplicidad no es anodina aunque se trate de formas. La distinción entre afirmación -sea hipótesis o paradoja- y pregunta no lo es menos. Pero por el momento no es éste el campo de batalla en el que nos parece urgente llevar a cabo el combate.

4. Rehabilitar la pregunta

El lugar crucial en el que en este momento deseamos inscribir el trabajo es el de un presupuesto que estorba terriblemente al trabajo filosófico, ya que siempre le resulta sospechoso a la opinión, al hábito o a la convicción, en cuanto a su valor como problemática. Ese punto ciego es el estatus de la pregunta, con sus consecuencias sobre el estatus de la problemática. En el pensamiento corriente, una pregunta es una enfermedad de la que no sabríamos curarnos más que por una respuesta. Una pregunta sin respuesta es como un martillo sin mango, un barco sin timón: no se puede hacer nada con ellos. Peor todavía, una pregunta en sí misma nos estorba, nos incomoda y nos impide dormir. Es un problema, una «piedra» en el camino, un obstáculo que nos ralentiza y nos impide avanzar. Y es que si ese problema puede ser percibido como un desafío, como lo inesperado susceptible de estimularnos o de mantenernos despiertos, es a menudo anunciado en su dimensión negativa. Lo que se opone a nuestra voluntad, lo que se opone a nuestra razón, lo que se opone a nuestra acción, lo que se opone a nuestra determinación. Una pregunta es un agujero, una falta, una incertidumbre, nos remite explícitamente a nuestra finitud. No nos vamos a extrañar de una actitud como ésta. Percibir la pregunta como un problema del que desearíamos vernos librados cuanto antes no puede ser una reacción más legítima. Y es precisamente esa legitimidad la que querríamos analizar y criticar, ya que si la posición en cuestión no tuviera nada de legítima no veríamos el interés de proceder a diseccionar su sustancia. Sólo merece ser probada la falsedad de lo verdadero. No obstante, lo que es falso no está privado ni de substancia, ni de interés, y no vemos por qué no deberíamos detenernos sobre lo que de ese modo está privado de ser.

El ser humano participa de la materia, existe, está encarnado. Por ello, es un ser de necesidades, de falta, de dolor y de pasión. Desea sin embargo perseverar en su ser, y para eso, debe confrontarse y superar todo aquello que podría ser obstáculo a ese ser a través de sus límites, de sus constricciones y de su fragilidad. Si no conociera la fragilidad, y tuviera de todas maneras la necesidad de querer perseverar en su ser sería absurdo. La perseverancia no tiene razón de ser más que por la resistencia que le es impuesta. Sin eso, el ser sería, simplemente, sin preocuparse de ninguna alteridad, sin preocuparse del otro, sin preocuparse de lo que se le opusiera. Por otro lado nada se le opondría, puesto que ignoraría la alteridad.

Frente a esta situación de falta y de voluntad contrariada, se trata antes que nada de resolver, de resolver para saber, de resolver para elegir, de resolver para actuar. En definitiva, de zanjar la cuestión cueste lo que cueste. Vemos aquí despuntar el rol crucial del libre arbitrio, de la libertad, porque sin incertidumbre, sin duda, sin interrogación, no hay libertad que valga, sólo el diktat de una necesidad ciega. Distingamos pues dos momentos en nuestro asunto: el momento que precede a la elección -momento de espera, momento de reflexión, momento de interrogación, momento de incertidumbre- y el momento que sucede a la elección -momento de alivio, momento de compromiso, momento de acción y de despliegue-. A efectos de todo fin útil, decidimos ignorar el momento de la elección en sí, simple e indivisible instante, clásica discontinuidad, la de un presente efímero del que ignoramos su naturaleza y cuyo rol consiste en separar un antes y un después.

5. Potencia y acto

Es grande la tentación de subordinar el antes al después, como si lo anterior encontrara su razón de ser únicamente en lo que le sucede. Más allá de la tendencia natural del espíritu humano, que busca permanentemente satisfacer sus necesidades, esquema que infiere una mecánica de pensamiento utilitario -«¿esto qué me da?»- hay otro dato, ligado al primero pero más explícitamente filosófico, que da cuenta de esa toma de partido por la posterioridad. Ese esquema es básicamente el de Aristóteles, que opone la potencia (capacidad o poder de hacer las cosas) al acto (hacer las cosas) para otorgar una especie de primacía al acto, como conclusión y realización del par potencia/acto. Este esquema se opone al de Platón, para quien la potencia tiene valor en sí, puesto que representa una de las formas primeras o definiciones del ser. En esta perspectiva, el poder de actuar podría ser considerado como ontológicamente primero, puesto que el actuar particular y determinado no sería más que una de las infinitas posibilidades de acción del poder actuar. No obstante, Platón otorga un cierto vigor y legitimidad al actuar a través de su concepto de kairós: momento oportuno, situación oportuna, haciendo único el acto realizado, valorizado con respecto a todo otro acto específico, puesto que ese acto sabe tomar en cuenta la alteridad del mundo, caracterizada por la temporalidad.

El valor de una problemática se situaría pues en la capacidad de ser, en la capacidad de actuar, en la libertad que otorga al sujeto. Saber plantear una problemática es creer en el ser, es hacerse libre de actuar en pleno conocimiento de causa. Saber plantear las verdaderas preguntas es liberar el ser del peso de sus determinaciones y de la inmediatez. La vida ya no se plantea como un actuar destinado a satisfacer su propia necesidad, sino como un momento de liberación de la contingencia, no para huir de esa contingencia, sino para todo lo contrario, esto es, para tomar posesión de ella. El no-actuar oriental, el del tigre a cubierto, en la sombra, listo para saltar, haciéndose disponible al mundo para aprehenderlo mejor, es una imagen que conviene a esta visión.

Pero para hacerse disponible al mundo, para aprehenderlo, hay que desaprender, de interrogar el condicionamiento de nuestro pensamiento y de nuestro ser. Se trata entonces de pensar lo impensable, de optar por esa posición radical que consiste en no dar nada por supuesto. No pretendiendo una falsa neutralidad, ni una vaga y efímera suspensión del juicio, sino identificando los presupuestos más anclados, los más incontestables, y planteando el interrogante susceptible de suspender momentáneamente la afirmación. A través de esta tentativa desesperada de pensar lo impensable, los postulados escondidos aparecerán, aquellos que un instante antes se daban tan por supuesto que habría sido imposible articularlos.

6. Problemática y existencia

Nuestra tesis puede resumirse así: toda proposición es problematizable. O también: no se puede dar nada por hecho. O también: toda proposición no es más que una conjetura. El sentido o la calidad de la veracidad que le acordamos a una proposición dada no es más que el acuerdo tácito, frágil y momentáneo, que le concedemos a una proposición particular. O también: toda proposición es una hipótesis, susceptible de operar y de desplegar sus efectos en un contexto dado y dentro de unos límites dados. Contexto, límite y operatividad que, bien entendido, habrá que identificar y definir, con el fin de problematizar la susodicha proposición. Más allá de un simple tomar partido teórico destinado a hacernos reflexionar más adelante, o más allá de un simple ejercicio académico, esta toma de partido, bastante radical, que siembra a priori la sospecha sobre todo pensamiento, puede parecer excesivo. Podríamos acusarlo de preparar el camino al relativismo, la indiferencia, la pasividad o el cinismo, y esta acusación no sería del todo infundada. Como toda actitud llevada al exceso, o por simple deformación, ésta comporta necesariamente el riesgo de producir una forma u otra de abuso o de rigidez.

Por esta razón, parece útil ahora poner de relieve el vínculo entre problematización y existencia. Partamos del principio de que la existencia es una forma de compromiso: participación en la materia, participación en la sociedad, compromiso con el otro, compromiso consigo mismo, compromiso con la temporalidad, compromiso con respecto a principios a priori, etc. En ese sentido, la problematización es una forma de retirada, puesto que nos lleva a un distanciamiento intelectual, por una posición crítica, por medio de la especulación y la abstracción. Podemos así comprender cómo sería percibida como un abandono o una traición hacia la existencia, y por qué toda tentativa de poner en marcha un proceso dialéctico tenderá a generar, según las situaciones, una cierta resistencia por instinto de supervivencia.  No obstante, una vez experimentado eso, deberemos también admitir con Platón que una existencia que no sabe interrogarse sufre sin duda de una grave carencia. En efecto ¿qué sería de la consciencia de uno mismo? ¿Qué sería del proceso de deliberación que teóricamente debe servir de preámbulo y de preparación a las decisiones importantes? Dicho de otro modo, la problematización sería la condición misma de la libertad, libertad de elección que nos protege de un cierto condicionamiento: el de nuestra educación, el de la sociedad, el de lo inmediato, el de lo utilitario, etc. Dicho de otro modo, si problematizar es una traición al compromiso con la existencia,¿esa traición no sería una medida de higiene indispensable para esa otra dimensión de la existencia humana que es la consciencia? y ahí veremos que la consciencia es en efecto un inhibidor: inhibidor del acto, inhibidor del deseo, inhibidor de la voluntad, inhibidor de uno mismo. Algunos dirán, por ejemplo, que el trabajo de la consciencia inhibe el estado de enamoramiento. Pero sin el trabajo de zapa de este inhibidor ¿cómo instaurar la tensión indispensable para la vida del espíritu? Y como todo trabajo de negatividad, éste, abandonado a sí mismo, correrá el riesgo de inducir una aniquilación patológica del ser. Pero ninguna herramienta ha sido jamás en sí misma la garantía de perfección alguna.

7. Técnicas de problematización

Problematizar es buscar objeciones o preguntas que permitan mostrar los límites o las imperfecciones de una proposición inicial, para acabar eliminándola, modificándola o enriqueciéndola. El postulado de esta competencia es que todo enunciado presenta un cierto número de problemas. Se trata de considerar toda proposición como simple hipótesis, posible o probable, y nunca como absoluta o necesaria. Pensar de manera crítica es analizar lo que está dicho para verificar si la proposición es válida y ver de qué manera es falsa, limitada o inútil. No se trata de inventar un problema, pero sí de articularlo,  sin la obligación de resolverlo. Se trata de ser capaz de tener simultáneamente una perspectiva y su contraria para poner a prueba la hipótesis, construirla y elaborarla. Ciertas preguntas importantes subyacen a este postulado, como son: ¿Hay momentos en los que esta proposición es falsa? ¿Cuáles son los límites de la verdad de esta proposición? ¿Cuáles son las condiciones de verdad de esta proposición?

Hay dos contextos diferentes para la problematización, que hacen que cambie en cierto modo el sentido o el objetivo del acto de problematizar. En relación con una afirmación determinada, problematizar significa sacar una frase de su estatus de definitiva, categórica y necesaria. Partiendo de ahí, hacer una pregunta de «¿Por qué…?» no problematiza puesto que pregunta sólo por la razón de ese estatus. Esto no produce ningún vuelco en lo presupuesto, y si lo llega a hacer es por accidente. La pregunta que problematiza debe necesariamente “deconstruir” o “quebrar” el fundamento de esta frase.

Por ejemplo, supongamos una frase inicial: “Debemos todos actuar en función de valores morales”. Si alguien pregunta “¿Por qué debemos todos actuar en función de valores morales? La persona responderá explicando y justificando su posición, lo que será coherente y en sí mismo no provocará ningún problema. Pero si alguien pregunta “¿Pueden los valores morales oponerse entre sí? Es una pregunta en la que la respuesta debería ser lógicamente “sí”, puesto que, según el sentido común y la experiencia, los valores morales son más bien divergentes. Con esta pregunta el locutor ya tiene un problema. Porque actuar de acuerdo a valores morales implica a menudo actuar contra valores morales opuestos. De ese modo aquello que parecía evidente e incuestionable se ha convertido en un problema, puesto que afirmando una cosa afirmamos también lo contrario.

En el caso de la vida, de una historia o de un texto entero, el concepto de problematización cambia su forma, su función o su naturaleza. Cuando tenemos una frase sin equívocos, a priori y en sí misma no tiene por qué ofrecer problema alguno, puede ser únicamente una frase descriptiva categórica o prescriptiva; de modo que el problema debería venir totalmente de la pregunta subsecuente. Pero cuando nos enfrentamos a una narración, sea inventada o esté en relación con un hecho de la vida, nada se da sin equívoco. En cierto modo podemos decir que todo es explícitamente o implícitamente problemático. Así, la función de una pregunta que problematice no consistirá en traer desde el “exterior” un problema, bastará subrayarlo, revelarlo, explicitarlo, mostrarlo. Podemos decir que en la vida o en una historia no hay presupuesto explícito de contenido, no tenemos más que interpretaciones de alcance  necesariamente subjetivo. Y no podemos deconstruir algo que no existe realmente. Pero podemos hacer visible un problema que esté contenido implícitamente en una secuencia de hechos o en la experiencia que tenemos de una situación. En un contexto tal, problematizar no significa hacer visible lo imposible o lo necesario con el fin de cuestionarlo, sino que consiste en hacer explícito lo que es implícito, o en abstraer de una situación concreta un problema general y darle un concepto. Vemos, como consecuencia, que en este último caso, algunas preguntas más podrían hacerse aceptables como problematizadoras. Por ejemplo una pregunta de «¿Por qué?» puede provocar un problema en una narración, cosa que en una afirmación no podría. Lo mismo ocurre para un texto entero, dada su complejidad.

Por ejemplo si pregunto «¿Por qué la gente se remite tanto a la autoridad?», estoy cuestionando la vida en sociedad y debo hacer frente a diversas posibilidades de naturaleza opuesta. Por un lado, puedo considerar legítimo afirmar que no podemos inventar a cada momento la totalidad del conocimiento y que debemos por ello referirnos a los expertos o a los libros. Por otro lado, puedo criticar esa posición afirmando que la gente no osa emitir juicios por sí mismos por miedo o inseguridad. De este modo, esa pregunta ha creado un problema en relación con nuestro comportamiento en la vida. Esto no significa que todas las preguntas problematicen.

Si pregunto ¿cuál es la capital de Francia? No parece que esa pregunta pueda crear un problema, responderemos de manera inequívoca y categórica y no engendrará ni duda ni debate. Pero podemos establecer que en un contexto de narración, hay más preguntas que pueden problematizar que en un contexto conceptual, sobre todo cuando el texto es breve. Es pues más difícil, más exigente y más restrictivo problematizar una frase que problematizar la vida o una historia. En el caso de que ningún marco haya sido especificado y queramos determinar si una pregunta problematiza, podemos considerar que el asunto se refiere a la totalidad de la existencia, del conocimiento o de cualquier contexto que podamos tener en cuenta. En otras palabras, si no hay contexto, la pregunta es ilimitada y puede referirse a todo lo que podamos pensar.

8. Problemática, conceptos y dialéctica

La formulación de una problemática no es únicamente una operación de negación. No es la simple duda o la confesión de un estado de ansiedad. Es también un acto de creación: creación de conceptos. Efectivamente, ¿cómo problematizar sin engendrar conceptos? Esto parece casi imposible. Toda problemática privada de la emergencia de un concepto no sería otra cosa que articulación de una duda o suspensión de un juicio, lo que en sí no es inútil, pero no sería más que la primera etapa del proceso. Un estado mental que permitiría -condición necesaria pero no suficiente- producir nuevas ideas.

Como ejemplo pongamos el enunciado siguiente: El ser humano es libre de actuar como desea. Supongamos ahora que quiera problematizar esta proposición. Una simple duda se expresaría así: ¿El ser humano es siempre libre de actuar como quiera? Lo que, aunque insuficiente, ya es en sí un intento de problematización: está en cuestión la verificación de la universalidad de la proposición. Pero para avanzar en el proceso, sería necesario hacer emerger conceptos. Veamos algunos ejemplos. La consciencia: ¿Puedo ser consciente de mis deseos? El condicionamiento: ¿Pueden los deseos ser el producto de un condicionamiento? El ser: ¿Están nuestros deseos conformes a nuestro ser? La voluntad: ¿Debe la voluntad ceder ante el deseo? Dicho de otro modo, para cuestionar nuestra proposición deberemos introducir nuevos conceptos que nos servirán de herramienta de investigación y de verificación. De ello podremos incluso avanzar la hipótesis de que la problematización es la puesta en relación de una proposición y de un nuevo concepto, o la nueva luz que produce un nuevo concepto sobre una proposición dada.

Mediante la negación o la interrogación, que en todo caso invitan a la crítica, se instaura un proceso dialéctico. Se trata aquí de trabajar la emergencia y la naturaleza de la proposición inicial estudiando las condiciones de su afirmación o de su negación. Por medio de conceptos, exteriores a la proposición inicial (y que por esa razón llamamos «nuevos conceptos»), se puede llevar a cabo un trabajo de profundización, mostrando el sentido, los sentidos, los deslizamientos de sentido, los vuelcos de sentidos y los sinsentidos de la proposición en cuestión. Pero veremos esto en el próximo apartado: la dialéctica.

A guisa de conclusión para este capítulo, afirmamos que hay una dimensión trágica de la problematización, como lo muestra la historia de la filosofía. Tomemos ese gesto inaugural de Platón calificado por él mismo de “parricidio”. Cuando toma a contrapelo la famosa tautología de Parménides: “El ser es, y el no-ser no es” y afirma que “El no-ser es”. A la fuerza de la certeza de su predecesor Platón, alumno de Sócrates el dialéctico, responde problematizando lo real, por ejemplo el “bien”, esa evidencia suprema. Para Platón se trata de contemplar lo virtual, la potencialidad, como una realidad primera subyacente a lo inmediato de la evidencia racional. Algo que no le impedirá llegar a visiones más dogmáticas en sus obras más tardías. Su alumno Aristóteles llevará a cabo su propia traición volviendo al concepto de evidencia y de adquirido. Tomemos como otro ejemplo el “giro copernicano” de Kant, que inaugura una ruptura crucial en la visión del mundo: ya no es el objeto el que está en el centro del mundo, sino el sujeto. La ontología le cede el sitio a la epistemología. La trascendencia está en el pensamiento y no en el ser.

Así, se trata de actuar directamente sobre los paradigmas, sobre las condiciones de posibilidad del pensamiento, sobre sus principios estructurales, sus fundamentos, dándoles un vuelco o invirtiéndolos. Se buscan los límites, los contraejemplos, la excepción para sacar nuevos principios, dando un vuelco a lo dado. No sólo en lo que se refiere al fondo, sino también en la propia forma. Así Nietzsche critica la visión laboriosa y reductora del cuestionamiento socrático, ante el que se decanta por el aforismo generoso y aristocrático que se da inmediatamente, bien entendido a aquél que es capaz de recibirlo. De este autor podemos también retener un concepto problematizador importante: el de transvaloración. Nietzsche lo utiliza en el dominio de la ética, a fin de restablecer el orden natural de los valores, pervertido según él por el cristianismo, que ha invertido el orden natural de los valores. Esta “religión de la piedad” que glorifica al débil y condena al fuerte, se opone a los principios mismos de la vida. Se trata pues, también aquí, de dar un “giro copernicano”, invirtiendo la connotación de los términos. De modo que lo positivo se hace negativo y lo negativo se hace positivo. Ya que si esta «reevaluación de los valores» puede efectuarse en un sentido, puede efectuarse también en el otro. Pero Nietzsche no es Hegel; la transvaloración es para él unidireccional, contrariamente al principio dialéctico de Hegel. En cualquier caso el concepto deja huella en los anales del pensamiento. Y el simple hecho de nombrar esta capacidad de invertir las polaridades conceptuales deja una marca indeleble en el poder del pensamiento.