Aurélien Vetu, septiembre 2025
Los filósofos de hoy en día son generalmente alérgicos a dos cosas: al gluten y a la moral. Esta segunda reticencia se debe a lo que entendemos ordinariamente por moral. La moral normativa heredada de las tradiciones familiares, religiosas y sociales provoca una crispación del pensamiento, mientras que la filosofía busca, por el contrario, su dialéctica. De ahí la alergia.
Esta moral prescriptiva y autoritaria pretende determinar nuestras conductas, palabras y posturas corporales, así como delimitar el campo de lo pensable y lo impensable. Al calificar ciertos objetos e ideas como buenos o malos, puros o impuros, castos o impúdicos, divide lo real en dos territorios: el bien y el mal. Esta división organiza el mundo y congela simultáneamente su interpretación. La problematización se vuelve entonces imposible. Añadamos que la moral no es una perspectiva más, sino que manifiesta una tendencia bulímica que absorbe las demás. La persona moral tiene dificultades para aprehender los hechos desde una perspectiva estética; por ejemplo, su indignación o su cólera le impiden ver otras dimensiones de la realidad.
Esta crispación del pensamiento va acompañada de una negación del ser en beneficio del deber ser, lo que instala a la persona moral en un estado de frustración y descontento perpetuos. Tensionada entre su aspiración imposible al bien y su rechazo catatónico del mal, la persona moral está bloqueada en medio, entre lo que execra ser y el paso frustrado a lo que querría ser. De ahí que Nietzsche haya calificado la moral de nihilismo.
La figura cristiana del pecador ilustra esta configuración: ser impuro por naturaleza, imperfecto, errante, en el error y separado de Dios. Al haber relegado una gran parte de la realidad al lado del mal —el sexo, el deseo, los excrementos, la violencia—, termina detestando la realidad y, por tanto, a sí misma. Existencia trágica, triste y sin salida. Es como el perro al que el niño sádico ata una cuerda con latas metálicas: huye de lo que le está atado y corre hacia una paz imposible.
El mal está en todas partes y se nos pega a la piel; ocupa, paradójicamente, el espíritu de la persona moral más que el bien. Además de estar en todas partes, representa lo que hay que evitar a toda costa, como el vacío al borde del precipicio, y conocemos el poder de atracción del vacío. Con el tiempo, la obsesión por no caer hace que la persona moral se arroje al abismo, cabeza por delante, cargada de mala conciencia, remordimientos y culpabilidad.
Este esquema absurdo explica el rechazo que siente hacia la filosofía, que se quiere más bien racional, y justifica la oposición que le manifiesta. La práctica filosófica tiene como tarea trabajar este paradigma cuando se presenta y crear brechas en él para que el aire pueda entrar. Nada es más opuesto a la práctica filosófica que esa moral.
Ciertamente, conviene matizar el cuadro. La moral heredada de las tradiciones no se reduce a su vertiente normativa binaria. También transmite una sabiduría popular forjada por la experiencia colectiva. Vehicula una estética de la existencia —pensemos en las artes de vivir campesinas o artesanales— y preserva una memoria solidaria que atraviesa las generaciones, como lo demuestran la solidaridad campesina o el compañerismo artesanal. Sin embargo, si ciertas morales logran mantenerse sobre el hilo de la prudencia y seguir siendo morales vivas, la tendencia a la cristalización normativa suele terminar por congelarlas. El consejo mesurado de los abuelos puede transformarse fácilmente en imposición de una generación a otra, en regla indefectible y, finalmente, en una visión del mundo.
Sin embargo, el término «moral» posee también otra acepción: el campo de la moral como dominio reflexivo relativo al comportamiento humano y, al mismo tiempo, al trabajo sobre este comportamiento. Esta concepción traduce el griego êthikế por el latín moralis.
Por moral entendemos aquí la ética en su sentido originario, distinto de la ética moderna, que se ha vuelto sobre todo especulación teórica. La ética moderna se dedica a debatir sobre temas éticos sin pretender trabajar directamente la ética misma. Produce reflexiones sobre la ética, pero no realiza un trabajo para esculpirla. Teoriza sobre las virtudes sin practicarlas, analiza los comportamientos morales sin llevarlos a la práctica.
El sentido originario de la ética antigua implicaba no solo pensar la conducta humana, sino también trabajar sobre ella. La ética antigua constituía un arte de la existencia, una práctica de uno mismo, una filosofía vivida más que simplemente pensada. Buscaba la formación de un ethos a través del ejercicio y el entrenamiento, y no solo mediante la reflexión teórica.
Por tanto, podemos entender la moral como la reflexión y el trabajo (siempre juntos) que incide en las costumbres, los comportamientos, las maneras de ser y de actuar.
¿Se ocupa aún alguien de la moral en este sentido antiguo?
En cierto modo, la filosofía académica trabaja sobre el ethos, pero en un marco especializado: perfecciona la manera de escribir, leer, comentar y argumentar según los códigos de la investigación. Hacer una tesis doctoral es esculpir la actitud intelectual, desarrollar un rigor, una paciencia y un método. Y estas actitudes académicas desbordan inevitablemente sobre la existencia: el universitario no cesa de ser riguroso al salir de su despacho.
Sin embargo, se puede observar cierta parcialidad en el trabajo moral académico, que no tiene la pretensión de trabajar la actitud vital de los investigadores.
Veamos ahora qué ocurre con las NPP (nuevas prácticas filosóficas) en el ejercicio de la consulta filosófica o el taller de pensamiento crítico.
¿La práctica filosófica piensa y trabaja los comportamientos, las costumbres, las maneras de ser y de actuar?
Antes de responder, hay que descartar la idea de que la práctica filosófica se ocupa de algo que se podría denominar “la interioridad”. El filósofo práctico no trata más el cerebro que el bazo o el hígado; tampoco trata la psique en el sentido de un alma ni en el sentido moderno de un aparato psíquico o del conjunto de representaciones del pasado.
La práctica filosófica no es una rama de la psicología.
Lo que ocupa a la práctica filosófica es el pensamiento. No se ocupa del contenido del pensamiento, de las ideas particulares o de las teorías. Lo que le interesa al filósofo práctico es la manera de pensar, el comportamiento del pensamiento, la forma en que se articula, su manera de ser, en resumen, su ethos: ¿cómo se mueve, se despliega, se contrae, se libera o se obstaculiza el pensamiento? Estas son las preguntas que se hacen los filósofos prácticos.
Este ethos del pensamiento se manifiesta en las operaciones intelectuales: cómo una persona pregunta, responde, conceptualiza, argumenta o se posiciona frente a los problemas. A esto se le llama trabajo sobre las competencias del pensamiento. Estas modalidades revelan una manera de ser que trasciende el ámbito estrictamente intelectual.
Una conexión íntima une el pensamiento, la palabra y la acción. Esta evidencia no necesita demostración. Todos sabemos que la forma de pensar de una persona se refleja en su comportamiento general. Una persona que piensa de cierta manera hablará, se comportará y vivirá de esa misma manera. Esta unidad fundamental entre pensamiento y existencia explica que el trabajo filosófico sobre el pensamiento constituya, indirectamente, un trabajo sobre la vida. Esta transformación no se produce por imposición moral, sino por la clarificación de las modalidades del pensamiento.
Otro indicio del carácter moral de la práctica filosófica es su terminología. El vocabulario clásico de la moral impregna el trabajo del filósofo práctico. Un pensamiento calificado de generoso moviliza un calificativo moral. Lo mismo ocurre con un pensamiento ávido. Posicionarse, saber comprometerse, etc. Estas calificaciones no proceden de un juicio exterior, sino de la observación de los efectos de ciertas modalidades del pensamiento. Un pensamiento generoso tiene efectos diferentes a los de un pensamiento avaro o ávido; abre posibilidades que el otro cierra. Esta terminología moral en el análisis del pensamiento demuestra la unidad fundamental entre las dimensiones intelectual y ética de la vida humana. Esta unidad es una oportunidad para el filósofo práctico, ya que, al trabajar el pensamiento, trabaja sobre el sujeto, no sobre su cerebro, su «alma» o su «psique», sino sobre su ethos, es decir, su manera de ser.
Este trabajo sobre las competencias, impregnado de terminología moral, encuentra su prolongación en el trabajo de actitud, que incide explícitamente en el comportamiento de la persona. El comportamiento visible durante una consulta o un taller es un objeto de trabajo: comportamiento físico, corporal, postura, gestualidad.
Trabajar la actitud implica trabajar simultáneamente el pensamiento, la palabra y el cuerpo, el intelecto y el comportamiento visible. Este enfoque confirma que la práctica filosófica no separa el ejercicio del pensamiento de su manifestación corporal, comportamental y existencial.
Además, el desarrollo de las competencias y de la actitud se basa en oposiciones morales: a cada virtud le corresponde una corrupción. Disponemos de un modelo de lo que favorece el pensamiento. Identificamos igualmente lo que obstaculiza esta potencia. Estas oposiciones binarias no constituyen juicios normativos, sino observaciones sobre los efectos de las diferentes modalidades del pensamiento. Algunas maneras de pensar liberan, otras obstaculizan. Algunas desarrollan la capacidad, otras la disminuyen. Este enfoque por oposiciones permite discernir claramente las tendencias del pensamiento, identificar los pasajes de una modalidad a otra y trabajar las transiciones.
Por eso, el filósofo práctico debe inspirar. En la consulta, se convierte en una encarnación moral viviente. Con su mera presencia, a través de su propio ethos, crea un espacio ético y modela las virtudes que trabaja con el consultante. No solo trabaja sobre el ethos del otro, sino que, con su mera presencia, ofrece un modelo de ethos filosófico. El filósofo práctico es el testigo viviente de las posibilidades de transformación que propone, pues se ha trabajado a sí mismo previamente (sobre todo con otros filósofos prácticos). Está a la escucha, calmado, racional, lógico, disponible y ofrece generosamente ideas y conceptos. También da muestras de valor.
Lejos de ser un campo extraño a la práctica filosófica, la moral, en el sentido antiguo que le hemos dado, impregna la práctica filosófica hasta el punto de que podríamos decir que se trata esencialmente de un trabajo de naturaleza moral. No se trata de una moralización ni de una normatividad —estas nociones no tendrían sentido aquí—, sino de una moral en el sentido de un trabajo sobre el ethos.
En conclusión, la práctica filosófica no es una psicología, un simple ejercicio intelectual o una gimnasia del espíritu, sino que compromete la existencia. Constituye un arte de vivir, en el sentido de que aborda de raíz las modalidades de la vida humana.



