La experiencia nos dice que cuando preguntamos lo que obtenemos, en el peor de los casos, es una reacción de rechazo, y en el mejor, una respuesta parcial. A mitad de camino de los dos extremos estaría la no-respuesta o el clásico escaqueo. Por ello es legítimo plantearse la cuestión de la violencia inherente a toda pregunta.
En efecto, una pregunta es una triple exigencia hacia el cuestionado: exigencia de que dé una respuesta, que la respuesta responda a la pregunta y no a otra, y finalmente que esa respuesta contenga un posicionamiento claro y un argumento que permita darle un asiento, un fundamento que pueda satisfacer el reto lanzado por la pregunta.
Para escapar a estas exigencias, a menudo excesivas para nuestro ánimo o nuestra mente, las estrategias son numerosas. «Cuestionamiento» es un término que popularmente nos remite a la búsqueda de culpables. En él resuenan el cuestionamiento policial, la tortura o la simple inquisición de una madre preocupada. Un fondo «cultural» que nos pone en guardia.


Es menos popular la sintonía con un diálogo investigador que desde Sócrates es un arte filosófico y el mejor medio para poner las almas a prueba para sí mismas, probar su coherencia interna y externa, elaborar el sentido común, el de la sensatez, trabajar la universalidad y descubrir a los otros.
Dibujos de Saul Steinberg