Durante la Segunda Guerra Mundial, George Orwell, el autor de Rebelión en la granja, leyó por radio un texto del que reproduzco un fragmento:
“Es la ilusoria convicción humana de que una acción pueda permanecer aislada, que uno pueda decirse a sí mismo: “Cometeré sólo este crimen para lograr mi fin e inmediatamente me haré respetable”. Pero en la práctica, como descubre Macbeth, de un crimen nace otro, aunque no crezca la maldad de quien la comete. Su primer asesinato lo realizó para mejorar su status; los siguientes, mucho peores, los cometió en defensa propia.
A diferencia de la mayoría de las tragedias shakesperianas, Macbeth se asemeja a las tragedias griegas en cuanto que es posible prever el final. Desde el comienzo se sabe en términos generales lo que sucederá. Esto hace todavía más emocionante el último acto, aunque, en mi opinión, la mayor fascinación de la historia reside en su esencial banalidad. Hamlet es la tragedia de un hombre que no sabe cómo cometer un delito. Macbeth es la tragedia de un hombre que sabe cometerlo, y aunque la mayoría de nosotros no cometa, en realidad, delitos, la situación de Macbeth es la más cercana a la vida cotidiana.”