SUSPENSIÓN DEL JUICIO


De manera llana podemos decir que suspender el juicio consiste en evitar dar opiniones, es decir, afirmaciones o negaciones sobre cualquier cosa.

Para ciertas filosofías, suspender el juicio es algo no solo indeseable, sino imposible, ya que pensar es hacer juicios y, dado que somos animales racionales, es decir, animales cuya forma de habitar el mundo es el pensamiento, no hay manera de zafarse del juicio. En este sentido, parece inútil la propuesta original del filósofo Pirrón, quien en la antigüedad propuso la suspensión del juicio como medio para llegar a la serenidad.

Pero Pirrón no buscaba zafarse de las opiniones, eliminarlas de raíz y nunca más formarse alguna. Las opiniones, bien sabía Pirrón, están y estarán siempre ahí. Digamos que llegan involuntariamente, no solo a las conversaciones, sino a nuestra propia mente. Lo que es voluntario, por tanto, lo que está en nuestras manos, es parar la credibilidad que les damos; dejar de afirmarlas sin más; detener el automatismo que tenemos para asentirlas, una vez que han llegado a nuestra mente.

Frenar la manera automática con la que nos dejamos llevar por nuestras opiniones, por un asentir casi inconsciente con el que damos por ciertas tantas cosas, es doblemente difícil de realizar en el monstruo urbano donde habitan los animales racionales contemporáneos.

Sin embargo, aunque no lo logremos en todo momento —y ¿para qué querríamos hacerlo en todo momento?— puede ser que nos sea de utilidad en los momentos en que sabemos que nos dirigimos a un callejón sin salida, o en que nos ponemos, por obra propia de nuestros automatismos, ante una realidad teñida de aburrimiento, de la que ya suponemos saber todo.

Quizá lo más difícil de suspender el juicio sea el acto de sus-pen-der, puesto que, con frecuencia, hacemos algo más que meramente quedarnos en una pausa cognitiva. Comúnmente, lo que hacemos al querer suspender nuestro juicio, por una sabia prudencia instintiva, es más bien llenarnos de dudas y de su fiel acompañante, la angustia. La duda angustiosa es la duda que desea encontrar la verdad y se duele de no tenerla, de no saltar definitivamente a una postura o a otra. La suspensión del juicio, por el contrario, no es quedarnos en la angustia de un dudar que se piensa como un medio para llegar a piso firme. La suspensión es suspensión, toma de distancia, dejar un espacio mínimo de respiro antes de dar por cierto, o por falso, algún tema. Esto nos sirve, inclusive, para darnos cuenta que se trata de un juicio, de una manera de aprehender lo real que, de tan familiar y repetida, nos puede parecer parte del mobiliario natural de la realidad.


Si nos tomamos este breve milisegundo de respiro para tomar consciencia de que lo que tenemos bajo nuestra consideración es un juicio al que estamos dando por cierto, aunque sigamos, tras esta micropausa, opinando lo mismo que antes, algo habrá cambiado. Lo que tenemos ante la vista, ahora se nos presentará como obra de nuestra manera de ver, más que como una forma de ser obvia en el mundo. Removemos un tanto la fijeza con que se nos presentaban las cosas e introducimos la idea de que se trata de una manera de ver, entre tantas otras. Nos apreciamos como autores, más que como pasivos receptores. Y esto, puede hacer toda la diferencia.

Escrito por Nadia Villegas del equipo de Taller de Prácticas Filosóficas


¿Es natural pensar?

Es natural preguntar y preguntarse, hay una necesidad de conocer dónde nos movemos. También es natural, una vez llegado el momento de la responsabilidad, buscar soluciones, decidir. En ambos casos pensar tendría una finalidad, una utilidad y va acompañado de ciertos estados de ánimo, desde la curiosidad hasta la angustia, dependiendo de cuánto nos preocupe lo que buscamos.

Tenemos grandes incentivos  para pensar y por eso nos ponemos a la tarea. Pero a menudo nos  vemos de lleno en la actividad mental con demasiadas cargas existenciales, tenemos demasiada prisa por obtener resultados, hay una urgencia que nos lleva a tomar atajos: tomar soluciones hechas, ideas no examinadas, tratamientos superficiales de los problemas… Arrastramos incomprensión e incapacidad. Acumulamos experiencias de impotencia que nos hacen entrar en bucle. A mayor impotencia la urgencia se impone más, a la vez que crece la desconfianza en las propias fuerzas.

Detener esa deriva, antes de una debacle personal, se hace necesaria. Nuestra naturaleza pensante requiere paciencia, como nos dice este viejo sabio:

– Maestro tengo este problema…

– Detente tres días a examinarlo.

-… ¡es que tengo prisa!

– Entonces detente seis.

Es natural pensar, es menos natural detenerse…

Lo bueno es que pararse a pensar, poder hacerlo con calma y obedeciendo a cierto rigor crítico, aprendiendo de los errores y siendo realista, no sólo constituye un buen instrumento, descubrimos que es toda una manera de ser. Descubrimos que desarrollar nuestro sentido racional es en sí mismo una forma de realización, de bienestar, de bien-ser.

MIEDO A LA FINITUD

Escrito por Sara Dorrego Carreira

Existe en el ser humano una ruptura ontológica fundamental: podemos acceder en cierto sentido al absoluto, experimentar la trascendencia a través del arte o la filosofía, por ejemplo. Y al mismo tiempo somos finitos, limitados, imperfectos.

Podemos observar a menudo, en el diálogo con otros, que la propia finitud es despreciada. Los seres humanos solemos dar juicios de valor negativos a esa finitud que es parte de nuestra naturaleza, negándonos a aceptar que somos imperfectos. Este rechazo a lo que uno es constituye un obstáculo para el pensamiento, en el sentido en que la propia finitud deja de tomarse desde una perspectiva filosófica, como el marco que nos permite encuadrar nuestras ideas y darles un punto de partida para expandirse y convertirse en universales, deja de pensarse como el sustrato para la potencia de nuestro pensamiento, para pasar a considerarse un aspecto de lo que somos a eliminar. Por supuesto, eliminar este aspecto de lo que somos es imposible, por lo que esta empresa suele conducir a la autodevaluación y a la insatisfacción existencial. Quisiéramos ser dios, lo intentamos, y cada intento fallido conlleva una profunda frustración.

En este sentido, la práctica filosófica nos invita a reconciliarnos con nuestra propia finitud, comenzando por reconciliarnos con nuestro propio discurso, con nuestras propias palabras. Lo que decimos y cómo lo decimos revela una forma determinada de estar en el mundo. Y es parte del trabajo del filósofo identificar esos elementos o aspectos del discurso que revelan la forma – o cierta forma – en la que el otro está en el mundo, ofrecérselas como “alimento para el pensamiento”, como una base a partir de la cual emprender el camino hacia el autoconocimiento y ayudarle a cuestionarlas, a comprender sus consecuencias, sus límites.

Para hacer este trabajo reflexivo, es condición necesaria que el sujeto tome cierta distancia de sí mismo, de las posibles emociones negativas que su propia finitud le pueda producir, y tome el ejercicio como una investigación alegre y ligera sobre la condición humana, como una reflexión filosófica interesante y estimulante, en la que uno se “rinde” o se entrega a la razón, dejando atrás cualquier miedo a que el filósofo juzgue su finitud del mismo modo en que él está acostumbrado a hacerlo.