Escrito por Sara Dorrego Carreira
Existe en el ser humano una ruptura ontológica fundamental: podemos acceder en cierto sentido al absoluto, experimentar la trascendencia a través del arte o la filosofía, por ejemplo. Y al mismo tiempo somos finitos, limitados, imperfectos.
Podemos observar a menudo, en el diálogo con otros, que la propia finitud es despreciada. Los seres humanos solemos dar juicios de valor negativos a esa finitud que es parte de nuestra naturaleza, negándonos a aceptar que somos imperfectos. Este rechazo a lo que uno es constituye un obstáculo para el pensamiento, en el sentido en que la propia finitud deja de tomarse desde una perspectiva filosófica, como el marco que nos permite encuadrar nuestras ideas y darles un punto de partida para expandirse y convertirse en universales, deja de pensarse como el sustrato para la potencia de nuestro pensamiento, para pasar a considerarse un aspecto de lo que somos a eliminar. Por supuesto, eliminar este aspecto de lo que somos es imposible, por lo que esta empresa suele conducir a la autodevaluación y a la insatisfacción existencial. Quisiéramos ser dios, lo intentamos, y cada intento fallido conlleva una profunda frustración.
En este sentido, la práctica filosófica nos invita a reconciliarnos con nuestra propia finitud, comenzando por reconciliarnos con nuestro propio discurso, con nuestras propias palabras. Lo que decimos y cómo lo decimos revela una forma determinada de estar en el mundo. Y es parte del trabajo del filósofo identificar esos elementos o aspectos del discurso que revelan la forma – o cierta forma – en la que el otro está en el mundo, ofrecérselas como “alimento para el pensamiento”, como una base a partir de la cual emprender el camino hacia el autoconocimiento y ayudarle a cuestionarlas, a comprender sus consecuencias, sus límites.
Para hacer este trabajo reflexivo, es condición necesaria que el sujeto tome cierta distancia de sí mismo, de las posibles emociones negativas que su propia finitud le pueda producir, y tome el ejercicio como una investigación alegre y ligera sobre la condición humana, como una reflexión filosófica interesante y estimulante, en la que uno se “rinde” o se entrega a la razón, dejando atrás cualquier miedo a que el filósofo juzgue su finitud del mismo modo en que él está acostumbrado a hacerlo.